Promesas
naturales es el final de una trilogía de novelas futuristas integrada
además por Los invertebrables (2003) y Borneo
(2004). Nacida al desamparo de la última crisis social argentina, de la
que en cierta medida es metáfora, la trilogía le permitió
a Oliverio Coelho (Buenos Aires, 1977) recorrer otro camino en la línea
de las utopías del futuro, labrando con entrega obsesiva uno de los lenguajes
más ricos y complejos entre nuestros contemporáneos.
La saga de Coelho, ubicada en un tiempo y un lugar que no se pueden precisar,
presenta una visión fragmentaria de una pesadilla futurista: un Estado
que, basando su poder en una maquinaria burocrática y en un sistema sanitario
obligatorio, busca la involución de la especie humana. Sus armas son la
aniquilación de la memoria y del origen, la separación de los chicos
de sus padres en la pubertad, y un régimen por el cual las mujeres son
confinadas lejos del resto de los pobladores, y a las cuales se accede mediante
un trámite de adopción. Sin despliegues fastuosos de tecnología,
el Estado somete a los individuos desde el asedio mental, con una burocracia asfixiante
que llega a establecer por escrito las normas para concretar el acto sexual. En
este mundo detenido en el puro presente, sin pasado que recordar ni futuro al
que se pueda aspirar, las posibilidades de conspiración no tienen un aliento
épico para derribar al orden reinante: sus objetivos tienden a alcanzar
la carne femenina, como en Los invertebrables, o evadir el chupadero
de una revisión médica infranqueable, como en Borneo.
La fuga, clave común a los tres libros, se plantea al inicio de la novela
cuando Bernina, una mujer embarazada cuyo parto se pospone y que carga una valija
con una marioneta, huye de su hogar de adopción en busca de su origen y
su nombre verdadero. En su deriva, que incluye sucesivas capturas y nuevas huidas,
atraviesa los territorios paralelos a la ciudad, poblados por castas infrahumanas
conocidas con el nombre general de ilotas. Allí se encuentran los ñatitos
(niños viejos, canibalizados por las hordas superiores y perseguidos por
el Estado a causa de su cuero), los pizpiretos (niños mancos, rengos e
hidrocefálicos), los grasitas (afectados de polio y Parkinson) y los lotarcios
(casta superior de linyeras). Cada casta domina un sector de los territorios paralelos,
aunque en un estado de depredación mutua predomina la ley del más
apto para sobrevivir.
Sin ser explícito, en Promesas naturales Coelho pone cartas
más concretas sobre la mesa. De esta manera pueden considerarse el mapa
de los territorios paralelos que se encuentra en las primeras páginas,
o los guiños que le dan cierto aire argentino al ámbito en que se
desarrolla la novela. Pero principalmente se comprueba en la presencia de los
monstruos que pueblan la historia. Si las calles de Borneo eran
recorridas por gatos con alas y perros con una sola pata delantera, en este cierre
de la trilogía la monstruosidad se inserta en los cuerpos humanos, como
comprueba Bernina en la misión de espionaje que debe cumplir hacia el final
de la historia, poco antes de que una sonrisa sugiera un soplo luminoso en esta
saga lúgubre.
Se ha vuelto un lugar común decir que esta trilogía está
escrita en una lengua fuera del tiempo, en un anacronismo inverso, hacia adelante.
Quizás sería más adecuado remarcar la paradoja de agotar
hasta el límite las resonancias de las palabras de siempre para narrar
la deshumanización de una masa que ha perdido el habla.
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EL CAP. III DE 'PROMESAS NATURALES'
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