El hombre gris de los trajes

Mauricio Mex Faliero


Si para algo debería servir un festival de cine, entre otras cosas, es para descubrir nuevas miradas, nuevos nombres. Y el último festival de cine independiente de Mar del Plata, el MARFICI (que en realidad es muestra y no festival por algunos problemillas organizativos y administrativos), fue el lugar para que conociéramos al español Pablo Llorca con una completísima retrospectiva de su obra. Si bien no se trata de un iniciado, ya que cuenta con cinco largos y varios cortos en su haber, su trabajo en los límites de la industria lo ha marginado de los círculos de distribución, condenando a sus películas casi únicamente al recorrido festivalero y lejos del estreno comercial. Situación condenable, puesto que al contemplar su cine encontramos un universo personal, original y autónomo, de esos difíciles de hallar en la actualidad.

Jardines colgantes (1993), su segundo largo luego de Venecias (1989), es el que nos ha subyugado y, también, el ojo de la tormenta de su cine: allí parecen concentrarse sus obsesiones temáticas y de puesta en escena. La rigurosidad del trabajo de cámaras y de utilización de los espacios hacen pensar en un cine estudiado con precisión, pero el propio devenir de sus historias, que hacen pie en lo genérico aunque sólo como recipiente, desmienten lo cerebral del asunto en pos de climas que se enrarecen hasta asfixiar las superficies retratadas. Llorca gusta de los ambientes cerrados y opresivos, de los personajes introspectivos, de la ambigüedad y del misterio. En definitiva, materiales demasiado incontenibles como para ser previstos a partir del cálculo.

El protagonista aquí es un sastre de quien, como en El aura (2005) de Bielinsky, no sabemos su nombre y que viaja a la ciudad en busca de materia prima para sus prendas. Allí, este hombre taciturno y gris, se verá seducido por una mujer que a simple vista no es para él, una femme fatale codiciada por otro singular habitante de este film: Toro, billarista distinguido y propietario del condominio donde se desarrollarán las acciones. Toro le alquila uno de sus departamentos al sastre a cambio de que le componga un traje, el más elegante, con el que pueda ganarse a la mujer que desea. Sí, adivinaron de quién estamos hablando.

Llorca sostiene su relato en climas que van desde la extrañeza del suspenso hasta cierto peso de lo ominoso digno del mejor terror, ese en el que no se sabe qué va a pasar. Y también parece adscribir con la construcción de personajes, como algunos colegas generacionales suyos, a la iconografía del cómic y del cine fantástico: allí está Toro con su particular guante y su ambigua personalidad en la que se confunde lo humano y lo monstruoso. Pero la historia de Jardines colgantes se erige, principalmente, sobre las bases del drama romántico en esa galería de humanos dolidos por la falta de amor, o por la correspondencia del amor equivocado.

Precisamente el mestizaje genérico que emplea el director con singular habilidad tiene que ver con el planteo moral que teoriza la película: y es la coexistencia del todo general en el simple individuo. Como en el cine de Guillermo del Toro, aquí cohabitan lo demoníaco y lo humano. Las fuerzas se enfrentan y chocan (aunque Llorca es más solemne y refinado), y el entuerto se percibe como algo sumamente físico. Por un lado la carga de misterio de la trama está contrarrestada por la puesta en escena, con sus planos precisos y sus encuadres, que la acercan por momentos a lo pictórico, lo teatral o lo operístico, evidenciando su destino de tragedia.

Como decíamos, se juega aquí con elementos fantásticos, aunque no se le da cabida a lo monstruoso en apariencia, sino que se rebusca en la faceta más oscura de lo humano (también en apariencia). Esa construcción sobre lo doble replegado hacia adentro está representado formalmente por el escenario elegido, ese condominio de puertas que se confunden, cuya ambientación tiene preponderancia de tonos rojos (algo que sucede también con la vestimenta de los personajes). Indudablemente lo diabólico está allí, esperando ser reconocido.

La mención a El aura (2005) hecha anteriormente no es gratuita. Ambos filmes están encadenados por una serie fortuitas de elementos. Tanto en uno como en el otro se produce una mirada sobre el profesionalismo y el perfeccionamiento que linda con la paranoia, la introspección y la autodestrucción. Tanto el sastre de Jardines colgantes como el taxidermista de Darín trabajan con inusitada fruición con materiales muertos, inertes, a los que dotan de nuevas vidas. Tal vez ese detallismo los sumerja en la opacidad y los lleve a querer vivir otras vidas: uno sentirá la pulsión de cometer el crimen perfecto y el otro se movilizará ante el amor fatal de una mujer. Lo cierto es que lo que ambas películas reflejan es un recorte de sus existencias, un viaje que emprenden en el sentido literal de la expresión. No sabemos qué fue de ellos antes ni qué será después (ni sus nombres sabemos). Ni siquiera si la nueva experiencia los reconfortó o si esa experiencia es una pura construcción mental. Un mundo cargado de aventuras y peligros, ideado para escapar de otro rutinario. Así como sus personajes se deslizan sobre superficies inconclusas, Bielinsky y Llorca trabajan sobre el resbaladizo terreno de lo genérico, releyéndolo, estudiándolo, comprendiéndolo, reformulándolo. Una mirada de profesionales sobre las profesiones y lo tortuoso del camino que supone ser riguroso y crear trajes, animales embalsamados, movimiento, cine o lo que sea.

Jardines colgantes, España, 1993, ‘116. Director: Pablo Llorca. Guionista: Pablo Llorca. Fotografía: Gerardo Gormezano. Montaje: Pablo Llorca. Música: Víctor Simonet. Productor: Jacinto Vaello. Diseño de producción: Mónica Bermuy. Intérpretes: Luis Flete, Féodor Atkine, Icíar Bollaín, Rafael Díaz, Leonor Watling, Andrés Lima, Manuel Calderón.


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