El amor, como escenificación del egoísmo, nos cambia de papel sin
avisar. Nada está decidido. Apenas empezamos a digerir nuestra culpabilidad
de verdugos, que creemos ya eterna —y qué cómodo es sin saberlo
este papel, pese a sentirlo como una penitencia, cuando el otro sufre por nosotros
y está atrapado a nuestro lado por ese sufrimiento—, la comedia da
un brusco quiebro y el otro ya no sufre. Se ha liberado de la aflicción
y nos exonera de esa carga abrumadora: ya no somos responsables de su felicidad,
porque ya no tenemos ningún papel en ella. Se han cambiado el reclamo doliente
de atención, la exigencia de aceptación de la culpa, por la serenidad
autosuficiente, y entonces comprobamos la helada caricia del desinterés,
de la pasiva indiferencia. Añoramos aquella exhibición del dolor,
que creíamos agobiante para nosotros. Oscilamos entre la tentación
de provocar la repetición de la escena —ofender para retener por
el sufrimiento— o crear otra nueva en la que los papeles estén intercambiados:
asumir ahora el de víctima exigente, ofendida por el abandono, cobrarnos
nuestra ración de culpa inversa: la inducida en el otro, la que nos hace
inocentes. Pero entonces descubrimos en el otro una cualidad desconocida: la dureza,
la inmunidad a la culpa, la inocencia original del deseo, el egoísmo puro,
no vergonzante como el nuestro. Y ahora es cuando sabemos que estamos solos, pues
era el otro, frente a nuestra estúpida ignorancia, quien tenía el
poder de abandonarnos.
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