Días
de Eclipse, Premio
OCIC y mención de honor del festival de Berlín de 1988,
es un film peculiar entre la filmografía de Sokurov en el que la
técnica documental, el abigarramiento escénico, la memoria
fragmentaria, lo sobrenatural y el carácter de ensoñación
de todo acto humano concurren para dar imagen de un mundo imposible, reflejo
en cierto modo de nuestra incapacidad última para aprehender racionalmente
el que nos rodea, al que sólo la acostumbrada pasividad del intelecto
otorga realidad incuestionable. Un film que no transcurre en decorados,
sino del cual aflora el decorado con un valor de esencialidad desnudo,
exento de otra belleza que no provenga de la mirada. Un reto al espectador
que puede ser recibido con impresión desasosegante, pues no parece
posible, de entregamos sin prejuicio al visionado, excusar ese desasosiego,
ese desconcierto que atraviesa el film en todo su recorrido y se nos adhiere
fustigándonos como el rayo.
Compartiendo espacio junto al magma de imágenes prendidas por aquí
y por allá, acuden a la memoria las palabras desierto, exilio,
desvalimiento y otras que tanto han ayudado en nuestra época
a describir el territorio en que se desenvuelve el peculiar hacer de la
literatura y muy especialmente de la poesía. Desierto escénico,
el de un conjunto de casas que no llega a ser pueblo en el sentido usual;
el de unas habitaciones amuebladas azarosamente, el de la devastadora
presencia del calor, del sudor, que impregnan la imagen. Exilio de campaña
de verano para el joven médico (¡qué diferente del
exilio forzoso del joven paciente Hans Castorp!), exilio entre los suyos
ajenos que son los enfermos y los desplazados en el ámbito físico
o psíquico, y también exilio en una realidad mágica
por virtud del arte que es ésta de la vida humana en la que, a
veces, se presenta el ángel como enviado de un cielo inubicable
y sin embargo misteriosamente ubicuo. Desvalimiento esencial del ser humano
referido a distintas modalidades de exilio y desierto, pero casi siempre
en la miseria del tiempo y del entorno, en la decrepitud física
del muro del hogar y del cuerpo, en la vejación del perseguido
e incluso en el ser ausente del loco.
Locura es otra de las palabras que afloran naturalmente
a la hora de tratar de describir qué muestra el film. Tal vez parte
del desasosiego provenga de esa conjunción misma de elementos inestables
denominada Días de eclipse, en la que la existencia
no es descrita recurriendo a una convención uniformadora, de igual
modo que no procura una tesis ni busca constituirse en paradigma de un
estado de cosas: incluso la policía del régimen soviético,
los únicos uniformados explícitos que aparecen en el film,
resultan a nuestros ojos espectadores de esta Europa occidental seres
extraños, no menos que los desamparados alineados junto al muro
de las primeras escenas o las mujeres errantes de los patios y las calles.
Seres todos ellos desocupados en medio de una supuesta actividad, a veces
frenética actividad, como la del joven médico, deudora de
un supuesto sentido cuyo argumento no creíble nos desconcierta.
Hombres, mujeres y niños que parecieran poner movimiento a un documental
tercermundista, en tanto mantenemos la ilusión que por sí
sola se desvanece de que, si bien probablemente real, ese lugar
pudiera existir en alguna parte.
Resulta
algo insólito que un artista elija mostrar en clave de pantomima,
contradecir desde el planteamiento, el propósito de verosimilitud
que preferimos aún en general de entre todos los posibles, o al
menos en cuya proximidad nos sentimos más cómodos. Ver en
escena a un actor tratando de transmitirnos mediante acrobacias qué
se esconde tras el insomnio, no es algo que estemos dispuestos a apreciar
precisamente por su falta de realidad: la evidencia de la intención
simbólica nos desagrada. Ahí se expone en gran medida el
realizador, ahí arriesga ante los espectadores provocando su sorpresa.
Mas si consideramos que no se aprecia un especial interés por subrayar
aquello que individualiza y distingue a los personajes, sino más
bien sus rasgos de provisionalidad, su falta sustantiva, es posible entender
el signo en su contexto; a través de la desconcertante pantomima
del actor, el contexto se revela en tanto que escenario de la pantomima.
Y es por ello por lo que, para el personaje principal, el director ha
elegido a un atleta.
Detalles semejantes revelan cómo Días de Eclipse,
bajo apariencia de realismo, trata de mantenerse dentro del lenguaje metafórico.
No sólo en este punto es deudora la película del pensamiento
estético de Andrei Tarkovski: casi en todos los aspectos se tiene
la impresión de que el estilo de Sokurov es una versión
manierista del de su predecesor, una explotación y multiplicación
de los mismos. Por contraste y por paradójico que pudiera resultar,
habida cuenta de todo cuanto nos sorprende aún Tarkovski y de sus
novedosos procedimientos —pese a las limitaciones técnicas
de la época en que realizó sus películas—,
apreciamos en ellas una sencillez y una economía de recursos que
Sokurov sobrepasa y extrema sin cesar. Sin embargo, la connotación
tradicionalmente negativa que lleva aparejado el término no ha
lugar en este caso: Aleksandr Sokurov hace demostración sobrada
de autenticidad, de compromiso artístico, de original pulsión
indagadora. Si Andrei abrió una puerta a un territorio desconocido,
la valentía de Aleksandr al adentrarse en él abre en una
tras otra de sus películas una tras otra zona inédita
y su correspondiente configuración de climas y paisajes, por lo
que sin duda parece más adecuado el empleo del término desarrollo
al referirse a un arte cuya especificidad desvelara su antecesor.
De entre la serie de factores que intervienen en el arte cinematográfico,
destaca especialmente Sokurov, a nuestro parecer, por su maestría
en el empleo del sonido. El elemento sonoro constituye en sus films tal
vez el principal medio de seducción: cualquiera que vea por primera
vez Padre e hijo, Madre e hijo, El
arca rusa, podrá decir antes que nada: ¡qué
bien suena! Porque si el elemento visual y argumental exige lo posible
y lo imposible del espectador, el sonoro, sin embargo, le dice de una
manera directa. También en este caso Días de Eclipse
difiere de otras películas. El tema principal produce una fijación
en la conciencia que se combina con un rumor de voces constante, interminable.
¿De dónde vienen esas voces? Las buscamos en pantalla, las
suponemos tras los muros, en el exterior de la casa o en las casas contiguas,
en los aparatos de radio y también en los grupos de hombres y mujeres.
Y sin embargo, en la mayor parte de las ocasiones esas voces no provienen
de un elemento escénico, no guardan relación directa con
lo que se ve. Voces sin referente que tienden en la imaginación
hacia la ausencia de referente y permanecen enhebradas en la conciencia,
sólo sirven a nuestro modo de ver para alcanzar esta última,
procurando sustituir el rumor en que se mantiene y se manifiesta el “yo”
del espectador. La seducción opera donde menos control tenemos
sobre nosotros mismos, donde nuestra atención es sin barrera, en
el sonido; pero intenta algo más, intenta ser espejo y reemplazo,
y que el espectador mire un sonido tan caótico y disperso
en última instancia como el suyo propio. Porque para cuando quiere
darse cuenta, las voces ya han ocupado ese lugar.
En las ya mencionadas Madre e hijo y Padre e
hijo, Sokurov aborda un tipo de relación especial, una
manifestación específica del amor. Días de
eclipse es una película que ofrece una perspectiva global
del ser humano, el general y el particular sin diferencia, es decir, visto
de cerca o lejos; y una película sobre el amigo. La puesta en juego
de la sensualidad, otra de las habilidades modélicas del realizador,
vincula a los amigos hasta convertirse en algo casi material, en una realidad
tan incuestionable como la de las formas o la luz. Esa virilidad de los
amigos presa del arrobamiento, casi al borde del beso, crispa nuestros
sentidos y los atrae hacia la pantalla. En el contacto que no se produce,
en la intensidad sin fin de las miradas, nuestro pavor ante el amor irresistible,
que cuestiona y provoca a los guardianes conceptuales y en cierto modo
ya los ha burlado al ignorarlos, se le encadena. El reverso de la amistad,
sin embargo, es la angustia: angustia ante la separación, desde
luego, pero también angustia permanente del ser humano entre sus
semejantes, junto a los cuales se empeña en una sociedad inhóspita.
El loco suscita piedad, pero constituye amenaza de muerte; el cuidador
tiene secuestrado al ángel; la intimidad del creador es cruelmente
violada; los enfermos interrumpen al médico a cualquier hora, pero
no le hacen caso; los desocupados se hacinan en las calles, la hermana…
¿Qué decir a todo esto? El joven médico, en medio
de sus grandes y delirantes aspiraciones de futuro, recibe tres impactos
de otro orden: la visita del ángel, la herencia y el amigo.
Al tomar toda la peripecia en su conjunto no podemos evitar preguntamos
¿no hay mucho en este film de bildungsroman, de momento
de aprendizaje?
Días
de eclipse describe un intervalo de conmoción, aprendizaje
y conocimiento, y lo hace tratando de que el espectador vivencie esa misma
conmoción y tal vez con la esperanza de que intuya o reconozca
aprendizaje y conocimiento. La presencia final de la montaña, a
modo de mirada ciega, sugiere esa experiencia indefinible; la presencia
límite de la montaña que parece negación absoluta
de todo, afirmación de un principio inabordable, incuestionable
e indiferente a nuestra insignificancia, no emerge como un problema intelectual
o de otra índole, sino como desafío del que participa la
totalidad del ser. La película muestra e induce esa acción
participativa en la que el movimiento de la conciencia, el suceso y la
realidad de contexto no se perciben como entidades separadas. Ante la
montaña, la negación se integra como un elemento del todo,
al igual que el amigo, el trabajo, el desierto y lo maravilloso; del todo
que en definitiva somos, de la unidad constitutiva en que se produce la
percepción. Así, la contemplación holística
del eclipse perceptivo que se intenta en el film indica, en última
instancia, su reverso, esto es —un espacio de ausencia.
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