El
escritor “minimalista” viene a resultar algo así como “la
gran esperanza blanca” en el boxeo, o como el eslabón perdido. Así
autores despojados en el lenguaje y dueños de un mundo potente se han visto
bajo el peso de ese rótulo ocioso, con Raymond Carver a la cabeza. Tal
vez, en el caso de este libro en particular, podamos afirmar que la caza ha llegado
a su fin.
Los estantes vacíos, de Ignacio Molina (Bahía Blanca,
1976), era un libro esperado en cierto circuito de blogs literarios, esas nuevas
trincheras de la literatura argentina. De hecho, Molina es el autor del blog Unidad
Funcional unidadfuncional.blogspot.com.
Cada uno de sus cuentos podría leerse, en cierta manera, como una versión
inversa de Carver. Así, todas las líneas que prometen un mundo rico
que subyace bajo la superficie terminan confluyendo en la nada. En Molina se produce
la muerte de las historias.
Se trata de un libro poco convencional. “Los quince relatos que conforman
Los estantes vacíos construyen su propio campo de exploración
narrativa”, reza la contratapa antes de diluirse en una jerga ilegible,
y hay que reconocer que Molina establece una idea personal del cuento. Para ello
suprime dos claves de la definición clásica del cuento: la unidad
de efecto y el punto de no retorno. Eliminada la arquitectura de la narración
sólo le queda al autor reciclar cuestiones formales, como los ciclos que
forman distintos cuentos que comparten los mismos personajes, recurso que Liliana
Heker escribió hace treinta años. Así pueden considerarse
las series conformadas entre los cuentos Espirales, Los estantes
vacíos y Ejército de Salvación por una parte,
Arpegios y El opio de los pueblos por otra, y El sistema
y Jornadas literarias en tercer lugar. Ya sea que apelen a diversos puntos
de vista para contar los mismos hechos, o que de un cuento al otro haya un cambio
de la primera a la tercera persona, pasa de todo pero no pasa nada. Las acciones
se suceden sin tener peso en la realidad: una chica que se va a vivir sola encuentra
una tortuga a la salida del trabajo, un hombre recién separado yendo a
visitar a su hijita y a su ex mujer, personajes que van a la cancha a ver a Platense
o a Nueva Chicago, la relación que traba un bibliotecario con una mucama,
ambos inquilinos de una anciana: todo puede pasar y nada se define. Molina desplaza
el centro de gravedad de los cuentos, deteniéndose a registrar pequeños
detalles, y evitando mostrar los puntos de tensión, como los encuentros
sexuales concretos o sugeridos en distintos cuentos, o los quiebres en las relaciones
familiares. Al hacer este desplazamiento, la única resolución posible
sucede en un sueño: el sueño de venganza de Matías en El
camino del agua.
Las acciones de los personajes no producen un crescendo que apunte a caer con
todo el peso hacia el final del cuento para culminar resolviendo o revelando algo;
tampoco en el transcurrir de los cuentos se produce un quiebre en los personajes
que termine modificándolos en sus personalidades. Su fragilidad no proviene
de un desencuentro con el mundo donde anidan el fracaso, la desilusión
o el deseo, sino de un profundo vacío interno por el cual pequeñas
cuestiones, como la elección de una mesa para comer en una parrilla hacia
el final de Ejército de Salvación, terminan por resultar
conflictos enormes.
El ascetismo del lenguaje de Molina no levanta ninguna barrera hacia el lector.
Pero finalmente este pacto básico se ve defraudado por sus personajes,
autosuficientes en el mar de indiferencia en que viven, que terminan por no conmover
al lector. |