Sexo, sexo, sexo

Pablo Cerone

 

Resumir 9 Songs es simple: sólo hay sexo auténtico y música en vivo. La narración es ejecutada por un geólogo que hilvana recuerdos mientras sobrevuela un desierto de hielo, mientras atraviesa una mancha de agua cuyo flujo ha sido ya paralizado. En un viaje sin destino –o cuyo destino es él mismo–, un desfile de formas huecas es evocado con el fin de reflejar la dulce condena del tiempo experimentado y perdido, de la vida ya vivida y su súbito vigor. La frialdad del paisaje se opone entonces a la calentura de la memoria.

Un encuentro borroso entre una multitud durante un recital de rock lleva a la intimidad de las sábanas a una pareja de desconocidos. Allí sucede todo. Cunnilingus y felaciones disparan una pregunta: ¿erotismo o pornografía? A mi juicio, ambos conceptos resultan insuficientes para lo que la película plantea. Recordemos que el sexo en sí escapa a esa distinción; las valoraciones son posteriores. Lo que balancea aquella disyuntiva es un criterio –material y relativo, es decir, ligado a las contingencias sociales– que podríamos llamar “obscenidad”. Mostrar el sexo en su crudeza, omitir la sutileza erótica (la distancia infinita) o la acrobacia pornográfica (la distancia nula), intensifica la obscenidad hasta que se repliega sobre sí misma, e implota. Los copulantes se fusionan: una máquina de objetos erógenos que se activa para realizar un ritual magnífico, aunque inútil.

Desde ese sitio puede entenderse al film como una embestida contra la hipocresía del erotismo cinematográfico o, en su otro extremo, como una ridiculización de la retórica de la pornografía. Empero, algunas escenas muestran la “otra” intimidad de la pareja. (Esto vuelca la película hacia otra dirección.) Detalles triviales, palabras fútiles. Sólo hay superficies. En una playa se gritan que se aman; a partir de ese momento ya no pueden amarse. Tal vez sea el caso de que todo intento de explicar el amor resulta, de algún modo, superfluo; no digo que el amor sea inexplicable, digo que toda explicación sobre el tema se siente demasiada elemental, casi impertinente. El lenguaje de la pareja se reduce al sexo. El sexo se convierte en una justificación del amor y pasa a ser insignificante: demasiado apetecido, demasiado simulado. No hay esperanzas de un “más allá” del orgasmo, y no hay manera de perpetuar el ímpetu del coito. El deseo, tan habitualmente ligado a la carencia, ya no se ubica en el mismo suelo que antes. Pese a los esfuerzos por innovar los encuentros, todo resulta una repetición frívola: fantasmas que no logran sangrar sus venas.

Hasta ahí el sexo. En lo que respecta a la música como segundo tópico del film, ésta recibe un enfoque similar al del primer tópico, aunque es mucho menos explícito. Se entreve, sin embargo, que tanto el sexo como la música son dos campos de intensidades sometidos socialmente a la repetición mecánica y, por ello, pobremente cosificados, pobremente mercantilizados, pero privilegiadamente publicitados.

No obstante (según me gusta creerlo) no se trata de denunciar aquí la patética lamentación sobre la absurdidad de la rutina o sobre la irreparabilidad de la dualidad. El asunto quizás gire alrededor de repensar las posibilidades de la repetición, o más aún, de la numinosa aventura de extenderse –o derramarse– sobre un cuerpo o rostro ajeno. En otras palabras, fisurar el oscuro caparazón de los discursos que envuelven a la sexualidad, descubrir al otro en la inocua violencia del goce.


9 Songs (Nueve canciones). Inglaterra. 2004. Guión y dirección: Michael Winterbottom. Dir. de Fotografía: Marcel Zyskind. Sonido: Stuart Wilson. Editor: Mat Whitecross. Música: Black Rebel Morotcycle Club, Von Bondies, Elbow, Primal Scream, The Dandy Warhols, Super Furry Animals, Franz Ferdinand, Michael Nyman. Prod: Andrew Eaton. Intérpretes: Kieran O’Brien, Margo Stilley (seudónimo de XX).

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