Una reinvención del argumento ornitológico


Pablo Cerone



Históricamente el cine ha promovido dos grandes tendencias: la reproductiva y la transformativa. Una es un caprichoso espejo, la otra, un magnífico espejismo. Sin embargo, si hubiera que determinar cual de las dos líneas ha llegado más lejos, nadie dudaría en darle la primacía a la ficción. Esto se debe a que el cine posee un régimen especial de creencia, ya que la dimensión espectral que fabrica es única en su especie. Además, los avances técnicos han engendrado a la televisión, verdadero milagro hogareño, que ha asumido como propia la tarea –anteriormente cultivada en lo cotidiano por el cine– de mostrar en el propio vecindario lo que ocurre en las urbes y en las orbes (aunque muchas veces se pueda cuestionar la manera en que lo hace, o aún si efectivamente lo hace). Así, el cine se ha convertido principalmente en un amplio campo estético, donde lo ajeno al propio acontecimiento de esa índole es un territorio periférico.

Por estas causas, los documentales que se proyectan en la pantalla grande son escasos comparados con las ficciones que por allí circulan. Con los eventos diarios acaparados por la televisión por un lado, y con los mundos alternativos hipnotizando espectadores en las salas oscuras por el otro, la realidad apenas entra en el celuloide. Y, cuando lo hace, generalmente viene a representar una realidad cultural con algún trasfondo explícitamente político (aunque toda actividad cultural es política). La naturaleza, ante esta situación, es separada, envasada y puesta al alcance del control remoto, para el consumo privado.

Lo apuntado hasta aquí conviene a mi argumentación. Tocando el cielo no es un documental como puede presuponerse. El film carece de una dimensión pedagógica explícita, en oposición a la gran mayoría de los documentales. Miles de aves migratorias sobrevuelan los continentes, dejando que bajo sus alas se dibuje la Torre Eiffel, la frondosa vegetación amazónica o el hielo ártico. Una etiqueta señala el nombre, el origen y el destino de las especies; detrás de ella no hay una intención taxonómica. Los pájaros vuelan libres, aunque algunos caen en manos humanas –un nido amenazado por una cosechadora, unos cazadores que arrojan fuego al cielo, una jaula que evita el vagabundeo de la plumas.
Es normal que en el cine la música (contrariamente, por ejemplo, al videoclip) se someta a la imagen. No obstante, en Tocando el cielo ésta no opera como un simple comentario; es más, me atrevería a sugerir que hay un movimiento paralelo, en donde (afortunadamente) las imágenes y la música no se deshacen en una síntesis sino que se unen en un respetuosa danza.

La estrategia de Jacques Perrin, coordinador general del proyecto, consiste en mostrar antes que en de-mostrar, pues casi no se ocupa de narrar o de describir. Así las aves se humanizan –en el sentido etimológico del término– permitiendo valorarlas bajo una nueva visión. Las mitologías nos habituaron a ver en los pájaros intermediarios entre el Cielo y la Tierra o seres libres del barro material en busca del sol infinito; pero Tocando el cielo los muestra bajo un aspecto distinto. Las aves con las que Cyrano de Bergerac sueña en Historia cómica de los Estados e Imperios del Sol son tenebrosas parodias de hombres que, desde lo alto, juzgan a la humanidad; las que Perrin sigue, en cambio, hacen lo mismo pero sin evitar el perfume de la tierra. La película, por ello, va más allá del intento de transformar a la naturaleza en milagro, de explotar la poesía originaria, o de recrear esa magia que por el vértigo en el que estamos sumidos se nos vuelve invisible cada vez más rápido. El verdadero anhelo es la alteridad.

Tocando el cielo no busca que el espectador aumente su conocimiento sobre el comportamiento de las aves; tampoco pretende que éste engendre alas para acompañarlas en su viaje. No ambiciona la ornitología ni la metamorfosis. Lo que pretende es distinto: expresar la estrecha cercanía y la infinita distancia que existe con el otro.

Hace más de cien años los hermanos Lumière asombraban a sus espectadores mostrándoles el arribo de un tren; poco después, el ilusionista Georges Méliès excitaba al público vislumbrando la llegada de un cohete a la luna. Perrin, por su parte, acompaña a los miles de pájaros que, sin esperar a que nuestros ojos se eleven para contemplaros, cada año manchan el cielo, arrojados a la aventura del volar. Sólo el cine puede lograr esa tremenda empresa.


Le peuple migrateur (Tocando el cielo). Francia, Italia, Alemania, España, Suixa, ´98. 2001. Dirección: Jacques Perrin. Co-dirección: Jacques Cluzaud y Michel Debats. Guión: Stéphane Durand, Jacques Perrin, Jean Dorst, Guy Jarry, Francis Roux, Valerie Perrin. Dir. de fotografía: Michael Benjamin, Sylvie Carcedo-Dreujou, Laurent Charbonnier, Luc Drion, Laurent Fleutot, Philippe Garguil, Dominique Gentil, Bernard Lutic, Thierry Machado, Stephene Martin, Fabrice Moindrot, Ernst Sasse, Michel Terrasse, Thierry Thomas. Música: Bruno Coulais. Sonido: Philippe Barbeau. Montaje: Marie-Joséphe Yoyotte. Prod: Christophe Barratier y Jacques Perrin. Narrador: Jacques Perrin.

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