Sangre nueva
Marcos Vieytes
 

Poco después de enterarme por Internet de la existencia de Mala carne me puse a contarle a mi mujer sobre la favorable disposición que sentí hacia la película, y recuerdo haberle dicho que vinculaba una de las fotografías que pude ver por la red con el célebre plano de la protagonista de Audition de Takashi Miike sosteniendo una jeringa descartable. Semanas más tarde, ya conversando con Fabián Forte, confirmé la intuición que había tenido pues me habló del director japonés sin siquiera tener que preguntarle por su cine, pero lo más interesante de ello fue que me lo mencionó a propósito de su desaforado ritmo de producción (se sabe que Miike ha sido capaz de filmar hasta seis películas por año de los más disímiles géneros, temáticas, pretensiones y calidad). Lejos de sublimarlo, FF reconoce los desniveles pero celebra su voluntad de trabajo, y esto no deja de ser alentador. Primero, porque es evidente que estamos ante alguien que se ha propuesto desarrollar su lenguaje visual filmando cuanto sea posible. Segundo, porque tiene como referente a un director creativo que no reniega de las posibilidades populares del cine y porque es tan buen espectador como para notar que lo mejor de Takashi no pasa por ese afán de innovar constantemente, sino por la capacidad para crear ambientes perturbadores con elementos puramente cinematográficos.

Todavía antes de ver esta película, recuerdo haber leído un par de comentarios sobre ella en los que se la señalaba como una alegoría del poder destructivo del deseo en los tiempos que corren, o algo por el estilo. Si en verdad hubo tales intenciones por parte del realizador es menester aclarar que, felizmente, no se notan. Y está bien que así sea, porque casi siempre que ello sucede los personajes, la narración misma y la película toda se convierten en marionetas sin vida al servicio de un mensaje predeterminado. Pero en Mala carne no hay mensaje explícito ni discurso innecesario. Que le pase lo que les pasa a esos dos muchachos por buscar sexo casual —traicionando, en el caso de uno de ellos, a su novia— se debe a la moral castigadora propia del género —magníficamente expuesta en la significativa secuencia donde las dos parejas juegan con el anillo de compromiso y los escarbadientes— y no a intenciones moralistas del guión.

Con medios técnicos limitados, pero más que suficiente conciencia de la puesta en escena, Forte logra unos cuantos aciertos parciales y un conjunto narrativo sólido. Entre los primeros cabe mencionar el uso de la profundidad de campo cuando emerge de las sombras el rostro desusadamente pálido de una de las chicas; las inquietantes disputas —merced a los efectos de sonido y el uso de sombras— que revelan el costado animal de las protagonistas; el manejo de los objetos —la vieja heladera marca Siam (u otra similar) donde las muchachas guardan la mejor parte de la mercadería— y los espacios —la película gana muchísimo cuando va al sótano, porque ese lugar introduce una dimensión de pesadilla remarcada por esa inexplicable e inexplicada presencia que se cruza delante de la cámara, pero resultan igualmente inquietantes los planos de escaleras y puertas, o las subjetivas del sobreviviente desde la ventana— ; y la dimensión, a la vez brutal y perversa, del mal encarnado en el inquilino del subsuelo o en el capitalista aristocrático que remite concientemente al Lawrence Olivier de Marathon man (Maratón de la muerte, 1976. John Schelesinger).

Mala carne no es una película guarra, viciosa, bizarra o jodona. Es sólo un película, ni más ni menos. Con lo cual corre el saludable riesgo de ser vista y criticada sin condescendencia alguna, pues el espectro de espectadores posibles para ella pasa a ser más amplio que aquél reducido grupo de fanáticos acríticos que sólo saben reunirse a mirar vídeos semiporno rociados de abundante salsa de tomate sobre los malos desnudos de las extras de turno y sobre las pizzas con que acompañan la (des)velada proyección. Claro que será más que difícil ver concretada alguna vez su exhibición en las salas comerciales, si bien ya ha transitado por el Festival de Mar del Plata, el Rojo Sangre, el Fearless Tale de San Francisco (donde Fabián Forte acaba de alzarse con el premio a la mejor dirección) y algunos otros ciclos. Más allá de su retaceada exhibición y todo lo que ello implica en lo que a políticas culturales se trata, Mala carne es una película de género modesta (en lo que a medios de producción se refiere), parca (se agradecen los significativos silencios), precisa (toda ella denota cuidada planificación), corta (lo cual es una virtud) y ambiciosa, pues no pretende, como escribí al principio, ser aprobada por una secta de eternos adolescentes, sino acceder a todo aquel que sea capaz de sentirse atraído por los estimulantes mecanismos estéticos del suspenso y el terror. Les aseguro que lo logra.


Mala carne (2003) Argentina, ´75. Guión y dirección: Fabián Forte. Mús.: Pedro de Matteis. Fot.: FF. Mont.: Pablo Mazzeo. Dir. de arte: Julia García. Maquillaje: Natán Solans y Liliana Fernández. Int.: Federico Bezenzette, Alexia Zamparo, Guido Krolovetski, Mara Said, Fernando Giarmana.
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