NATALIA C
HÁNETON

A LA SOMBRA DE

Vera, con sus orejitas de xilofón sin teclas, sus labios de playmobil, su espalda de rosadísimos pétalos, suele arañarme brusca, muuuy dulcemente, cuando sueña demasiado.

Todas las noches, todas las noches sucede lo mismo.

Abre los brazos primero, ocupando la inmensidad estrecha de la cama

y luego,

sin titubeos,

clava las uñas anaranjadas a la izquierda -en el retrato de su hermano Eduardo- o a la derecha en mis mejillas (o en mis cejas o en mi espalda)

No araña, no, como las fieras salvajes o los candados sin llave.

Aunque parezca,

no, no.

Sus uñas suaves tienen la calidez de una daga azucarada.

Instantes ha, habrá ella de contarme alguna hazaña. Pues siempre dice que gusta de permanecer quieta en la enorme grandeza de los bosques de mis piernas:

Confundirá niños con frutas, escupirá hacia arriba, me tomará por almohada. Cerrará los ojos.

Y luego, luego, habrá de dormirse.

Todas las noches, todas las noches sucede lo mismo.
O más bien, todas todas no. Porque si hace frío se torna imposible, delgada, grisácea. Es ella misma un epitafio del verano.

En cambio, si hace calor, le agarra por el lado de la expansión (digo, con indisimulada sonrisa de afecto).

Algunos microbios y seres invisibles (duendes, hadas, dragoncitos) se amuchan alrededor, un ecosistema se arma la flaca que da envidia.

Duerme. Eso sí.

Todas las noches.

Sus piernas robustas, troncos inderrumbables de eones, se multiplican, en serio, y nacen miles hasta la almohada, rotando, girando sobre sí mismas (ellas, las piernas, los dedos, las rodillas). Así, contorsionista Vera (y sólo así) se dispone a ahorcarme con su aliento.

No me desagrada su voz -ojo, para nada-, ni el aire que de ella pasionalmente respiro.
Pero comienza primero perfumándome a duraznos, y luego, sin saber cómo, adquiere un extraño, inasible aroma a clorofila.

Mññ, pienso, frunciendo el ceño.

Es hermosa, la observo. Es Inmensa. Es Mía. Y es, más allá de sí misma.
Y entonces, nunca puedo dormir cuando se expande su corazón en mi cama.

Su aliento entonces revive, sus piernas, y toda ella envuelta en luchas físicas consigo misma.... y en tanto, su seno de ménade se vuelve oscuro, amarronado, áspero.
Me quita las sábanas, aunque no las precise. Me quita el oxígeno (realmente parece precisarlo).

Finalmente erguida, su cuerpo es un cluster de piel y carne. Le nacen pimpollos en la pancita, hojas en los codos, escupe algún frutito mientras danza inmóvil y rígida sus sueños bucólicos.

Si hacemos el amor, me dice cálidamente que soy un peral.
Y ella, no sé bien cuál fertilizante marca x.

Si no lo hacemos, mejor.
Pues caso contrario, debo escupir luego la multitud de semillitas

o esquivar sus ansias de fotosintetizarlo todo.

Si tengo ya poco espacio en el cardumen espeso de la cama, pues entonces si puedo, me agarro de las uñas de los pies, que enraizadas y extensas, se clavan ya en la alfombra, la cómoda y en la silla en la que muchas veces me siento a maquillarme.

Morfeo ausente definitivamente, me siento a leer sus cuentos de fantasmas. Y enojada, enfurruñada ante el amanecer que me devolverá a la mujer que realmente sos, Vera, me pinto las uñas de verde manzana.

Todas las noches, todas las noches sucede lo mismo.

Pues, Vera, comprendeme demonios,

que odio profundamente que todas las noches te conviertas en árbol.


 

Natalia Cháneton
Argentina

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