Canción desesperada

Manuel Trancón
 
Más frágil que el cristal fue mi amor junto a tí...
Cristal - Pascual Contursi

Película río, película vampiro, película tormenta. Película desalmada, película visión, película oscuridad. La mamá y la puta: un ovni que irradia desesperación a 24 fotogramas por segundo.

La maman et la putain (La mamá y la puta) parece una tragedia sobre el fracaso generacional de Mayo del '68. Trata también sobre un conflicto político, y sobre los pequeño-burgueses que en algún momento se creyeron revolucionarios, pero va más allá. En la película el problema no es sólo cambiar un sistema político por otro. La pregunta por la felicidad no se resuelve con la apropiación de los medios de producción. Si Jean Eustache creyera en esa idea facilista, este sería un simple “drama municipal” y hoy los conflictos retratados nos parecerían ajenos. Restos del pasado sin ningún valor más allá del arqueológico. En cambio, el drama político se inserta en un espacio que lo incluye y a la vez lo supera. Los tres amantes están jodidos -sean burgueses (Marie, Alexandre) o no (Veronike)-, preñados de muerte. Cada levante inútil de Veronike, cada chiste de Alexandre escondiendo el horror, cada mina que Marie acepta en la cama para no perder a su hombre... todo los mata poco a poco. La vida como aventura que los diletantes cahieristas tanto admiraban en el cine yanqui es una imposibilidad para ellos, encerrados entre palabras.


Dejad toda esperanza, vosotros que entráis aquí

El progreso traza los caminos rectos, pero los caminos
tortuosos, que no avanzan, son los caminos del genio.”
William Blake

La mamá y la puta se mueve al borde del abismo, agónica y asfixiante. Como toda tragedia baja al infierno en espiral. Despacio. Disimulando con un chiste, un par de polvos, un Whiscola... Entre largas digresiones verbales y juegos de seducción, se llega al hueso del horror. La apariencia desestructurada oculta el mecanismo de relojería, la exacta progresión dramática cerrando una a una las posibilidades de fuga. Se enmascara como capricho lo que es pura lucidez. Eustache no enfoca directamente la cámara hacia el sol negro, primero nos anestesia un rato para que los rayos de oscuridad no nos enceguezcan. Deja que se vayan revelando pequeños fragmentos del revés de la trama. Hasta que entramos con él a esa tierra arrasada sin saber cómo llegamos hasta allí. La desgracia ajena se hace propia, y se nos mete en la piel el drama de Alexandre, Veronike, Marie y Jean; tipos que están más allá de todo, conectados con el exterior por un hilo cada vez más fino. Bordean la muerte, el final de todas las representaciones.

La mamá y la puta es el anti-Berlanga. Mientras los héroes del valenciano hablan uno encima del otro, se interrumpen y nadie escucha al que tiene al lado en un caos salvaje y vital; los personajes de Eustache también parlotean sin pausa, pero por turnos. Cada uno respeta el monólogo ajeno. Escuchan con educación y cierto sadismo mientras el otro se desangra en confesiones, una más inútil que la otra. La buena educación no sirve para nada. No pueden ayudar ni ser ayudados. Huérfanos en un mundo despiadado, en compañía siguen solos. Las maneras civilizadas esconden la impotencia frente al otro, frente al sufrimiento del otro.


Sombra de la sombra

Alexandre es un vampiro, chupa la vitalidad de sus mujeres para poder vivir. Primero su ex, a quien manda a casa desecha y destinada a tener una vida gris con un hombre a quien no ama, sólo para escapar de él. Insaciable, sigue con Veronike y Marie. Agota a quienes lo rodean para poder seguir adelante. Pero con cada mujer que destruye se acerca un poco más a su límite. Opuestos en la superficie, Alexandre es una continuación desesperada de Antoine Doinel, el otro gran personaje de Jean-Pierre Léaud. Enfrenta su propio Cul de Sac, antes escamoteado por el pudoroso Truffaut. Alexandre descubre el punto del dolor en el que la brillantez verbal ya no es escudo. Cuando narra la otra cara de su anterior relación, la describe como si hubiese sido un sueño ajeno; retrasando el dolor, anestesiándolo con cigarrillos, whisky y salidas de tono para hacerlo soportable. Tratando de ahogar el alcohol en penas; los golpes, el desprecio por sí mismo y por el otro… Pero el dolor sigue ahí; a pesar del humor, de la tenue forma de representarlo en palabras. Ese momento se completa con la escena donde le confiesa a su ex-mujer que él no se quiere convertir en otro, porque ese otro no la va a tener a ella. Hermosa forma de sintetizar el dolor por cada relación que queda trunca. Entre las dos confesiones se completa el retrato. No hay perdón ni salida, porque todo se vuelve a repetir una y otra vez en la siguiente relación, y en la otra, y en la otra, y en la otra...

Alexandre no para de hablar, de encurdelarse, de coger... para no tener un segundo libre dentro de su ocio, para no enfrentar lo que se viene; el estigma de maldito sin futuro. Versión parisina e intelectual de tanto aristócrata chanta, eslabón de una genealogía honorable que incluye a W.C. Fields, Rufus T. Firefly, a muchos secundarios fordianos, o el supuesto tío noble de Barbara Stanwick en Las tres noches de Eva. Como ellos, Alexandre es una cima de lo gratuito, del sin sentido. Nada de lo que hace tiene eso que la gente bien llamaría ‘utilidad’. Ante este cuestionamiento utilitarista de medio pelo, él acaso respondería con un aforismo prestado por W.C. Fields: Yo mañana voy a estar sobrio, pero vos vas a seguir idiota el resto de tu vida.

Cuando ya no quedan esperanzas, Marie, ausente, escucha en silencio un disco de Edith Piaff para que le haga compañía en la soledad de su alma desesperada. Acostada en la cama, entre penumbras, acompañada por sus fantasmas, deja que el tiempo pase junto con la canción, a ver si en unos minutos duele menos. La cámara se retira a un costado y les entrega el protagonismo a la canción, al claroscuro y al cuerpo de Marie, deja que dentro del plano secuencia fluya la angustia contenida. En su hermetismo resuena aquella frase de Rodrigo Tarruella: Escribir es escribir cartas a nadie. Con tinta invisible y el cuarto a oscuras. Como un voto impugnado por el azar y los apagones. Ante la imposibilidad de expresarse, ella es la opacidad que esconde su furia. El silencio de Marie es el indicio de un dolor al que ni nombrar puede. Los espectadores son los testigos privilegiados e impotentes de su muerte anunciada.

La mamá y la puta trata también del post '68 y del fin de la Nouvelle Vague, como escribieron otros; pero sobre todo, retrata el fin del mundo. Lo que subyace a la mirada visionaria de Eustache es el Apocalipsis. Todo muere en estos tiempos de agotamiento. Como lo canta Goyeneche con la voz horadada por la ginebra y el tiempo: Todo para mí se ha terminado. / Todo para mí se torna olvido.


La maman et la putain (La mamá y la puta). Francia, 1973. Dir: Jean Eustache. Guión: Jean Eustache. Prod: Pierre Cottrell, Vincent Malle. Fot.: Pierre Lhomme. Montaje: Jean Eustache, Jacquie Raynal, Denise de Casabianca. Intérpretes: Jean-Pierre Léaud, Bernadette Lafont, Françoise Lebrun.


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