LILIA L
ARDONE

EL OLOR DEL COCODRILO

Seneb ha llegado a Tebas después de una penosa travesía.

Seneb viene del país de Punt, la Tierra Feliz del Valle del Nilo, allí donde el gran río es sólo una hebra, dos, muchas hebras de agua que van reuniéndose. El chillido de los monos lo acompañó al principio, también las figuras familiares de los árboles de incienso.

Remontando el Nilo conoció el hambre. A veces tuvo un pie dentro de los sembrados y otro en la arena ardiente, porque la franja verde que bordeaba el río se angostaba por trechos hasta casi perderse.

Seneb ha oído a los arqueros nubios hablar sobre Tebas.

Tiene cien puertas, dicen.

Tiene un palacio real con una serpiente que escupe fuego, dicen.

Y Seneb soñó, en la Tierra Feliz de Punt, con el momento de su llegada a Tebas: cruzará alguna de las cien puertas y él, el enano Seneb, pertenecerá a ese mundo de dioses y faraones.

Seneb ha viajado solo. El olfato le basta para sospechar el peligro, y su pequeña figura desaparece tras los juncos cuando desea desaparecer.

Sólo lleva una daga con mango de ébano, y una bolsa de lino en la que guarda, además de alimentos, una vasija de terracota. Seneb sabe, por los arqueros nubios, que en Tebas codician los perfumes de Punt y por eso, antes de partir, llenó esa vasija con ungüento de mirra.

Caminó mucho siguiendo el curso del Nilo, convertido ahora en majestuoso río por las lluvias. La creciente aumenta los peligros, Seneb lo sabe. Ha aprendido a evitar el traicionero fango de las orillas, los rinocerontes de embestidas rápidas y demoledoras.

Pero Seneb tiembla ante el olor del cocodrilo. Es imposible adivinar su presencia silenciosa, confundida entre los lotos, cuando Seneb se acerca a buscar agua.

Ha conocido el olor del cocodrilo. Fue un día de sol ardiente, al iniciar su viaje, mientras gozaba del reparo de algunos árboles y la frescura del agua.

De pronto un movimiento, un susurro en el agua quieta, y Seneb vio avanzar hacia él unos ojos amarillos. También vio una rama de la que se agarró fuertemente, izando su cuerpo liviano mientras el corazón le palpitaba tanto que creyó morir. El olor del cocodrilo entraba por su nariz mientras las fauces se abrían y cerraban, muy cerca de él.

Seneb no olvida el olor del cocodrilo de Punt, ni cómo hizo palpitar su corazón.

Una mañana, Seneb llega a Tebas. Los primeros rayos de sol caen sobre el obelisco y dan vida a las calles. La gente va y viene por un solo lugar: es el mercado. A Seneb lo confunde la multitud, lo deslumbran las interminables filas de mercaderes ofreciendo dátiles, trigo, cebada, higos, cabras, los tejedores mostrando con los brazos en alto paños de lino blanquísimos. Y descubre los panes recién hechos, cuyo olor se mete en su nariz y borra el olor del cocodrilo.

Atrás quedan las noches de vigilia y el acoso de las fieras. También atrás la salvaje selva de Punt, los monos, los hipopótamos.

Seneb ha llegado por fin a Tebas, la de las cien puertas.


La mujer compra una pulsera de oro en forma de áspid. Con movimientos seguros, la abre y se la pone en el desnudo brazo, bien arriba, cerca del hombro. Ella mira la pulsera y sus ojos encuentran a Seneb, los ojos fijos en la cabeza triangular del áspid, recordando a los arqueros nubios hablar de la serpiente de Tebas, la que escupe fuego.

Pero ella le sonríe, y Seneb olvida a los arqueros nubios.

-¿Te gusta? –dice ella, y alza el brazo con la pulsera.

Tiene unos collares de oro que cubren sus pechos firmes, y de la cintura le cuelgan cascabeles. Ella se mueve a un lado y a otro buscando en el tapiz donde el mercader muestra sus joyas, un anillo que haga juego con la pulsera. Cuando lo encuentra, le dice a Seneb:

-¿Se parecen?

Seneb mueve la cabeza, quiere decir sí se parecen, sí, pero las palabras no le salen. En ese momento recuerda lo que guarda en su bolsa, la abre y saca el pote de mirra.

-Esto viene de Punt –dice en voz baja, y le alcanza el ungüento de mirra.
-¿De Punt? Vendrás a contarme cómo es Punt.

Y Seneb entra a Tebas por la Puerta de los Lirios, detrás de la mujer de la pulsera de áspid.

Camina junto a las criadas, que se ríen de él tapándose las bocas, hasta que entran en un palacio de altas columnas pardas.

-Me llamo Taya, y quiero tenerte a mi servicio –dice la mujer y las criadas se apresuran a conducirlo a los patios interiores.

Esa noche, Seneb es llamado al jardín. No hay aire bajo el emparrado, donde Taya bebe vino en una copa alta.

- ¿Cómo es Punt? –dice Taya.

Una criada le sirve vino a Seneb y él siente que la copa es fría y suave al mismo tiempo. Es la primera vez que bebe ese líquido áspero y el aire caliente aumenta su sed, la lengua empieza a destrabarse.

-Los hombres nacieron en la Tierra Feliz de Punt. Ese fue el primer lugar, porque el agua sale de sus entrañas, los árboles crecen sin cesar bajo la lluvia y los pájaros tienen mil colores.

Así empieza a contar Seneb y continúa, en tanto Taya va adormeciéndose, sudorosa, sobre sus almohadones pintados con halcones.

-¿Y la lluvia, Seneb? ¿cómo es la lluvia?

El murmullo de la voz de Seneb sigue en la noche, recupera los sonidos de la lluvia sobre las grandes hojas, caen las gotas y desaparecen en la tierra, caen sobre hombres morenos y desnudos, sobre el largo cuello de la jirafa y la larga cola de los monos. Llueve en Punt, Seneb lo siente, en ese mismo momento llueve en Punt.


A Seneb le gusta mirar cuando las mujeres preparan a Taya para las fiestas. Lo sorprende saber que esos cabellos que él admiró en el mercado, la primera vez que la vio, no le pertenecen. La peluca es peinada y vuelta a trenzar, y cada vez hay una forma nueva de sostener el broche de lapislázuli, la tiara de oro pálido.

Pero antes de colocarla sobre la cabeza de Taya, falta un paso. Las paletas de afeites se disponen una al lado de la otra y las criadas le aplican polvos de alabastro mezclados con sal y miel, para que la cara quede tersa como el agua del estanque. Luego, el trajín es elegir entre empastes de colores, y unas manos hábiles siguen con exactitud la línea de los ojos con la pasta de hollín, ese bistre que transforma las miradas en pozos luminosos.

Es día de fiesta en Tebas, y Taya está lista. Seneb la mira partir, el traje rojo y oro refulgiendo sobre la piel trigueña, la mirada distante, y su corazón golpea como si el cocodrilo estuviera cerca.


Hay otras noches de calor en el jardín, y Taya pregunta por Nubia.

He conocido Nubia, dice Seneb. Es la tierra del oro, de las gemas preciosas que los hombres se disputan, de los enormes elefantes cuyos colmillos de marfil encontré aquí, en el mercado de Tebas, dice Seneb.

-En Nubia crece el gran ébano. Con su madera negra fabriqué esta daga que me acompañó en el viaje.

Y recuerda la rama de ébano que lo salvó del cocodrilo en Punt, recuerda el olor del cocodrilo y su corazón golpea con más fuerza que nunca.

Seneb mira a Taya, dormida entre almohadones mientras los servidores agitan los abanicos de plumas. Su corazón vuelve a golpear y entonces se da cuenta de que deberá partir.

Al día siguiente acompaña a Taya al mercado y una vez más observa a los vendedores de pájaros pasear con las jaulas entre la gente, a los talladores de marfil que cincelan delicadas figuras sobre los colmillos traídos desde Nubia. Y Seneb dice:

-Debo volver a Punt.
-¿Por qué? ¿qué te falta? –y Taya detiene su marcha.
-Punt es Punt –dice Seneb bajando los ojos.

Esa noche, en el jardín, Taya le dice que puede irse, que vuelva a Punt si eso lo satisface. Y pregunta por última vez:

-¿Qué más hay en Punt? Necesito saberlo.
-El olor del cocodrilo que hace galopar el corazón. Eso hay.


COMO LOS ZARCILLOS DE LA VID

Yo, el escriba, quiero dejar mi palabra para que algún día se sepa la verdad. Porque conocí a Hipatia, la luminosa, cuya inteligencia empalideció a los sabios en la Biblioteca de Alejandría. Hipatia, mi amada, la que tuvo un fin cruel.

La primera vez que la vi, única mujer en el comedor de la Biblioteca, me atrapó el movimiento de sus ojos mientras el Sacerdote negaba con furia la redondez de la tierra. Ella lo enfrentó con palabras claras, sin ceder ni un paso en sus convicciones.

Mala cosa despertar la ira de un poderoso, pensé, y el tiempo se encargaría de demostrarlo. No hablé con ella hasta varios días después, ocupada como estaba en sus cálculos. Yo observaba con atención que pasaba noches enteras en el Observatorio, como si no necesitara dormir. Durante el día se inclinaba sobre sus escritos, y conversaba interminablemente con los estudiantes.

Difícil fue esa época en Alejandría, y ahora a la distancia pienso que tal vez ahí comenzó el fin. Escuché al Sacerdote hablar de los desgraciados augurios, de cuando Alejandro fundó la ciudad. Cientos de años habían transcurrido, pero la memoria atesoraba el momento y en sus palabras yo volvía a escuchar a los millares de pájaros comiendo la harina de cebada sobre el sitio de las futuras murallas.

Una ciudad edificada así es una ciudad sin basamento, decía el Sacerdote. Y agregaba: Por eso en la Biblioteca se dan cita los perjuros.


Al atardecer, Hipatia paseaba por un alejado rincón de la floresta, un sitio único donde se conservaban especies de todo el reino. Me acerqué: tenía entre sus manos una flor azul, y le pregunté cómo se llamaba. Dijo loto, y la dulzura de los sonidos llegó a mi corazón. Pregunto por tu nombre, dije, y entonces pronunció Hipatia.

Desde ese momento, mi vida se transformó en una espera de las tardes. Aunque yo no era más que un escriba, ella me trataba como a un igual. Caminábamos y su voz me envolvía, el claro pensamiento develando lo desconocido.

Me sorprendió su defensa de Aristarco de Samos, quien muchos años atrás había sostenido que la tierra giraba en torno al sol, y que las estrellas se encontraban a una enorme distancia.

—El Sacerdote ha dicho lo contrario —le dije, y se oscureció su mirada.
—Las divinidades y la ciencia van por caminos separados —contestó.
—¿El Sacerdote se equivoca? –pregunté. Pero no tuve respuesta.

Había otros hombres que buscaban a Hipatia, mas su preferencia por mí me llenaba de orgullo. En una de nuestras conversaciones le pedí que me explicara de qué se culpaba a Eratóstenes. Tengo presente esa tarde como ninguna otra: las fragancias de los sicómoros flotaban a medida que el sol desaparecía, y sentados como estábamos al lado del canal, el aire contuvo la dulce voz de Hipatia:

—He estudiado a Eratóstenes. Él se enteró que cerca de la primera catarata del Nilo, un palo clavado en la tierra no daba sombra al mediodía. ¿Lo imaginas? En pleno mediodía del primer mes de la creciente el palo se alza sobre la tierra, el sol brilla en lo alto, y, sin embargo, no hay sombra.
— ¿Y cómo se explica?
— Eratóstenes quiso comprobarlo aquí, bien lejos de la primera catarata, y clavó otro palo idéntico. Un año después, fue a mirar el palo: encontró que la sombra se proyectaba con nitidez sobre la tierra reseca. Si, como afirman los sacerdotes, la Tierra es plana, sostenida por enormes elefantes ¿cómo dos palos plantados a tanta distancia uno de otro, dan diferente sombra en el mismo día? Sólo cabe una explicación: la Tierra es redonda.
— ¿Por qué el Sacerdote lo niega?
— Porque su poder se apoya en la ignorancia.

Yo apreciaba al Gran Sacerdote, trabajaba para él y no podía olvidar cómo se había preocupado por hablarle de mí al Gobernador, para conseguirme una residencia acorde a mi rango. Y hasta me regaló ese exquisito escarabajo de ónix verde, el día en que le entregué los rollos del Libro de los Dominios. Pensé que Hipatia exageraba su aversión y decidí callar; una mujer no podía comprender a fondo las cuestiones de gobierno.
Un día después, el Sacerdote me hizo llamar.

— Has hecho amistad con Hipatia, me dicen.
— Sólo quería saber acerca de las estrellas y sus viajes por el cielo.
— No te acerques a ella.

Pero la voz de Hipatia se había entrelazado en mí como los zarcillos a la vid. Aunque temía al Sacerdote, todas las tardes llegaba hasta ella. Yo ansiaba saber por qué la luz de la luna era un reflejo del sol, qué significaba cosmos, esa nueva palabra de los griegos, por qué, por qué....

Y en ese sitio escondido la encontraron.

Se cuenta que rompieron sus vestidos y la desollaron, arrancándole la carne de los huesos, y que la quemaron. También destruyeron sus escritos. Pero de eso tuve noticias mucho después, ya que el Sacerdote me había enviado lejos, en una misión de privilegio.

Algunas tardes de verano, miro el cielo hasta que aparece la primera estrella y entonces la recuerdo. Sus palabras, como zarcillos de vid. Como el sonido del viento cuando mueve las palmeras en el desierto.

El olor del cocodrilo y Como los zarcillos de la vid forman parte de Papiros, editado por Grupo Editorial Norma. Zona libre, Bogotá, 2002. ISBN: 958-04-6874-5, obra que fuera seleccionada para The White Ravens 2003 por la Internationale Jugendbibliothek de Munich. Agradecemos a Lilia Lardone por habernos autorizado a publicarlos en Zona Moebius.

Lilia Lardone
Córdoba - Argentina

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