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EL OLOR DEL COCODRILO | |
Seneb ha llegado a Tebas después de una penosa travesía. Seneb viene del país de Punt, la Tierra Feliz del Valle del Nilo, allí donde el gran río es sólo una hebra, dos, muchas hebras de agua que van reuniéndose. El chillido de los monos lo acompañó al principio, también las figuras familiares de los árboles de incienso. Remontando el Nilo conoció el hambre. A veces tuvo un pie dentro de los sembrados y otro en la arena ardiente, porque la franja verde que bordeaba el río se angostaba por trechos hasta casi perderse. Seneb ha oído a los arqueros nubios hablar sobre Tebas. Tiene cien puertas, dicen. Tiene un palacio real con una serpiente que escupe fuego, dicen. Y Seneb soñó, en la Tierra Feliz de Punt, con el momento de su llegada a Tebas: cruzará alguna de las cien puertas y él, el enano Seneb, pertenecerá a ese mundo de dioses y faraones. Seneb ha viajado solo. El olfato
le basta para sospechar el peligro, y su pequeña figura desaparece
tras los juncos cuando desea desaparecer. Una mañana, Seneb llega
a Tebas. Los primeros rayos de sol caen sobre el obelisco y dan vida a
las calles. La gente va y viene por un solo lugar: es el mercado. A Seneb
lo confunde la multitud, lo deslumbran las interminables filas de mercaderes
ofreciendo dátiles, trigo, cebada, higos, cabras, los tejedores
mostrando con los brazos en alto paños de lino blanquísimos.
Y descubre los panes recién hechos, cuyo olor se mete en su nariz
y borra el olor del cocodrilo.
-¿Te gusta? –dice ella, y alza el brazo con la pulsera. Tiene unos collares de oro que cubren sus pechos firmes, y de la cintura le cuelgan cascabeles. Ella se mueve a un lado y a otro buscando en el tapiz donde el mercader muestra sus joyas, un anillo que haga juego con la pulsera. Cuando lo encuentra, le dice a Seneb: -¿Se parecen? Seneb mueve la cabeza, quiere decir sí se parecen, sí, pero las palabras no le salen. En ese momento recuerda lo que guarda en su bolsa, la abre y saca el pote de mirra. -Esto viene de Punt –dice
en voz baja, y le alcanza el ungüento de mirra. Y Seneb entra a Tebas por la
Puerta de los Lirios, detrás de la mujer de la pulsera de áspid.
-Me llamo Taya, y quiero tenerte a mi servicio –dice la mujer y las criadas se apresuran a conducirlo a los patios interiores. Esa noche, Seneb es llamado al jardín. No hay aire bajo el emparrado, donde Taya bebe vino en una copa alta. - ¿Cómo es Punt? –dice Taya. Una criada le sirve vino a Seneb y él siente que la copa es fría y suave al mismo tiempo. Es la primera vez que bebe ese líquido áspero y el aire caliente aumenta su sed, la lengua empieza a destrabarse. -Los hombres nacieron en la Tierra Feliz de Punt. Ese fue el primer lugar, porque el agua sale de sus entrañas, los árboles crecen sin cesar bajo la lluvia y los pájaros tienen mil colores. Así empieza a contar Seneb y continúa, en tanto Taya va adormeciéndose, sudorosa, sobre sus almohadones pintados con halcones. -¿Y la lluvia, Seneb? ¿cómo es la lluvia? El murmullo de la voz de Seneb sigue en la noche, recupera los sonidos de la lluvia sobre las grandes hojas, caen las gotas y desaparecen en la tierra, caen sobre hombres morenos y desnudos, sobre el largo cuello de la jirafa y la larga cola de los monos. Llueve en Punt, Seneb lo siente, en ese mismo momento llueve en Punt.
-En Nubia crece el gran ébano. Con su madera negra fabriqué esta daga que me acompañó en el viaje. Y recuerda la rama de ébano
que lo salvó del cocodrilo en Punt, recuerda el olor del cocodrilo
y su corazón golpea con más fuerza que nunca. Esa noche, en el jardín, Taya le dice que puede irse, que vuelva a Punt si eso lo satisface. Y pregunta por última vez: -¿Qué
más hay en Punt? Necesito saberlo. COMO LOS ZARCILLOS DE LA VID Yo, el escriba, quiero dejar
mi palabra para que algún día se sepa la verdad. Porque
conocí a Hipatia, la luminosa, cuya inteligencia empalideció
a los sabios en la Biblioteca de Alejandría. Hipatia, mi amada,
la que tuvo un fin cruel.
—El Sacerdote
ha dicho lo contrario —le dije, y se oscureció su mirada. Había otros hombres que buscaban a Hipatia, mas su preferencia por mí me llenaba de orgullo. En una de nuestras conversaciones le pedí que me explicara de qué se culpaba a Eratóstenes. Tengo presente esa tarde como ninguna otra: las fragancias de los sicómoros flotaban a medida que el sol desaparecía, y sentados como estábamos al lado del canal, el aire contuvo la dulce voz de Hipatia: —He estudiado
a Eratóstenes. Él se enteró que cerca de la primera
catarata del Nilo, un palo clavado en la tierra no daba sombra al mediodía.
¿Lo imaginas? En pleno mediodía del primer mes de la creciente
el palo se alza sobre la tierra, el sol brilla en lo alto, y, sin embargo,
no hay sombra. Yo apreciaba
al Gran Sacerdote, trabajaba para él y no podía olvidar
cómo se había preocupado por hablarle de mí al
Gobernador, para conseguirme una residencia acorde a mi rango. Y hasta
me regaló ese exquisito escarabajo de ónix verde, el día
en que le entregué los rollos del Libro de los Dominios. Pensé
que Hipatia exageraba su aversión y decidí callar; una
mujer no podía comprender a fondo las cuestiones de gobierno.
— Has
hecho amistad con Hipatia, me dicen. Pero la voz
de Hipatia se había entrelazado en mí como los zarcillos
a la vid. Aunque temía al Sacerdote, todas las tardes llegaba
hasta ella. Yo ansiaba saber por qué la luz de la luna era un
reflejo del sol, qué significaba cosmos, esa nueva palabra de
los griegos, por qué, por qué.... |
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El olor del cocodrilo y Como los zarcillos de la vid forman parte de Papiros, editado por Grupo Editorial Norma. Zona libre, Bogotá, 2002. ISBN: 958-04-6874-5, obra que fuera seleccionada para The White Ravens 2003 por la Internationale Jugendbibliothek de Munich. Agradecemos a Lilia Lardone por habernos autorizado a publicarlos en Zona Moebius. | |
Lilia
Lardone |
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