La danzarina de Izu
Yasunari Kawabata

El sendero subía por la montaña, dando vueltas y vueltas. Cuando llegaba al paso de Amagi, descargó de pronto un fuerte aguacero que envolvió el frondoso bosque de cedros en un velo gris pálido.
Yo tenía veinte años, llevaba la gorra de una Escuela Superior y, encima del kimono estampado azul oscuro, una túnica-pantalón Hakama. Colgaba de mi hombro, suspendida de una ancha correa, la bolsa de lona de estudiante. Hacía cuatro días que había emprendido aquel viaje a Izu. Dormí una noche en Baños de Shurenji y las dos noches siguientes en Baños de Yugashima, y ahora, calzando altos zancos de madera, trepaba hacia el Amagi. Estaba maravillado por el esplendoroso colorido que el otoño había extendido sobre las montañas, los solitarios bosques y los profundos valles de los manantiales. Caminaba animado por el delicioso sentimiento de haber satisfecho al fin un antiguo anhelo. Cuando empezaron a caer aquellas gruesas y pesadas gotas, eché a correr cuesta arriba y entré en la casa de té situada en lo alto del paso. Contento de haber escapado de la lluvia, lancé un suspiro de alivio, pero en el mismo instante me detuve en el umbral, como petrificado. ¡Oh, allí estaban otra vez los músicos ambulantes!

Apenas me reconoció, la pequeña bailarina cogió el almohadón sobre el que estaba arrodillada, le dio la vuelta cortésmente y lo empujó hacia mí.

—¡Ah! —me limité a exclamar.

Había subido la montaña demasiado de prisa y estaba todavía sin aliento; además, aquel súbito encuentro me había conmovido profundamente, por lo que la palabra «gracias» se me quedó encallada en la garganta.
Desconcertado, saqué un paquete de cigarrillos de la manga de mi kimono. Al momento, la pequeña bailarina cogió el cenicero que tenía delante y lo puso cerca de mí. Pero yo seguía callado. Aquella muchacha tendría diecisiete años.

Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza, peinado en una forma que yo nunca había visto. Su lindo rostro quedaba empequeñecido, pero aquel peinado le sentaba maravillosamente. Su cabellera era abundante, como la de esas ideales doncellas de los cuentos. Con ella había una mujer como de cuarenta años, otras dos muchachas y un hombre de unos veinticinco años, sobre cuya bata azul de trabajo se destacaba, pintado en caracteres blancos, el nombre de una hostería de Baños de Nagaoka.

¡Conque había vuelto a encontrar a mí pequeña bailarina! La vi por primera vez cuando iba yo camino de Yugashima, en las cercanías de Yugawabashi, y ella se dirigía a Baños de Shuzenji. Iban entonces tres mujeres, y la bailarina llevaba a la espalda un enorme tambor. Me volví a mirarla una y otra vez, oprimido por una comprensible melancolía. En la noche de mi segundo día de viaje, la vi de nuevo en una hostería de Yugashima. Sentado en los peldaños de una escalera, con el corazón ardiente, contemplé la danza que, con indescriptible gracia, ejecutaba en la plaza. El día anterior en Shuzenji, aquella noche en Yugashami...
Entonces deduje que al día siguiente cruzaría por el Sur el paso de Amagi para dirigirse a Baños de Yugano, por lo que me sería fácil darle alcance durante las siete millas de senda de montaña que conducen al Amagi. ¡Y ahora estaba sentado frente a ella en la casa de té que a todos nos cobijaba de la lluvia! Parecía que, de la alegría, iba a estallarme el corazón.
A los pocos minutos, la dueña me llevó a una salita reservada que no debía de utilizarse mucho, pues sus ventanas no tenían hojas correderas. Me asomé y contemplé el hermoso valle. Tiritaba de frío y me castañeteaban los dientes.

—¡Qué frío hace hoy! —dije, volviéndome hacia la dueña, que estaba sirviéndome el té.

—¡Oh, señor, qué mojado está! Pase un momento a nuestra habitación y séquese.

Me cogió de la mano con maternal solicitud y me condujo a su cuarto de estar.
Sobre la estera, en el centro de la pieza, había un brasero cuadrado y al abrir la puerta sentí una bocanada de calor. Me quedé en el umbral, vacilante. Junto al fuego, se hallaba sentado, con las piernas cruzadas debajo del cuerpo, un hombre enjuto, de piel casi verdosa, que me miraba fijamente con ojos amarillos e inquietantes. A su lado había una verdadera montaña de cartas y cajitas de cartón que parecía que iba a sepultarle. Me quedé mirándolo desconcertado, inmóvil, como un espíritu de las montañas.

—Perdone, pero no tenga cuidado, es el dueño de la casa. No puede moverse. Le suplico que sea indulgente con nosotros.

La mujer me explicó que el anciano estaba impedido y no podía levantarse de allí. La montaña de papel estaba formada por cartas procedentes de todos los puntos del país, en las que se indicaban remedios contra la parálisis. Las cajitas contenían medicamentos. Y es que el anciano solía pedir a todos los viajeros que cruzaban el paso los remedios que conocieran para curar su mal. Leía también atentamente todos los anuncios de medicinas que aparecían en los periódicos y se hacía enviar todos los preparados de que tenía noticia.
Nunca tiraba una carta ni un paquete, sino que iba amontonándolos a su lado y vivía con ellos, sin dejar de contemplarlos. De manera que, con los años, había levantado un verdadero parapeto de papel viejo.
Yo buscaba en vano palabras con las que sostener una conversación y permanecía con los ojos fijos en el brasero. Un coche que cruzaba el paso hizo retumbar la casa. Me preguntaba por qué no abandonaría el viejo la montaña, a donde tan pronto llegaban los fríos del otoño, y el invierno sepultaba en la nieve todo el paisaje, y se trasladaba a las templadas tierras del llano. Mis ropas húmedas despedían vapor. El calor era tan intenso que empecé a sentir dolor de cabeza. De pronto, la hostelera se levantó y se fue a la sala contigua, donde se puso a charlar con los músicos.

—¡Hay que ver! ¡Cómo ha crecido esa muchacha! ¡Y qué linda! Sí, sí, las niñas se desarrollan con rapidez...

Apenas habría transcurrido una hora cuando, por el ruido, comprendí que los músicos se disponían a partir. ¿Cómo podía yo permanecer allí tranquilamente? El corazón me latía con fuerza. Pero no tuve valor para levantarme y unirme a ellos. Pensé que, aunque estuvieran acostumbradas a caminar, al fin y al cabo eran mujeres y, aunque me llevaran uno o dos kilómetros de ventaja, podría alcanzarlas fácilmente. Y entonces en el momento en que la pequeña bailarina se alejaba, mi imaginación empezó una danza loca y desenfrenada.

Pregunté a la hostelera que, después de despedir a sus clientes, había vuelto a entrar en la habitación donde yo estaba:

—¿Dónde pasará la noche esa gente?

—¡Ay, mi joven señor, eso nadie lo sabe! Donde haya viajeros allí se quedarán. Imposible precisar su paradero con mayor exactitud.

Había mucho desdén en las palabras de la mujer, pero de improviso se me ocurrió pensar que, en tal caso, la pequeña bailarina bien podría pasar la noche en mi habitación. Y este pensamiento me llenó de agitación.
La lluvia, que no había cesado de caer, era ya más suave.
Por las cumbres, empezaba a aclarar. Seguramente, antes de diez minutos volvería a brillar el sol. Aunque trataba de dominarme, no podía seguir allí sentado tranquilamente.

—¡Quedad en paz! ¡Y que haya salud! Pronto llegará el invierno —dije cordialmente al viejo que estaba sentado entre los papeles.

Él movió despaciosamente sus ojos amarillentos y me saludó con una leve inclinación de cabeza.

—¡Señor! ¡Señor! —La dueña se acercó a mí, excitada—. No debe darme tanto dinero. ¡No sabría cómo agradecérselo!

Se apoderó rápidamente de mi cartera y no hubo forma de disuadirla de acompañarme durante un trecho. Por más que yo le rogué que no se molestara, ella insistió en llevármela. Mientras me seguía con gran esfuerzo, no cesaba de repetir:

—Debo rogarle que me disculpe. Espero que nuestra casa le haya gustado, aunque sólo sea un poquito. Guardaré buen recuerdo de su rostro y, si algún día vuelve, esté seguro de que he de demostrarle mi agradecimiento. Sí, debe usted volver a visitamos. ¡Yo nunca lo olvidaré!

Yo sólo le había dado un billete de cincuenta yens, pero aquello le había sorprendido de tal modo que se le saltaban las lágrimas. Pero ahora mi más ferviente deseo era alcanzar cuanto antes a la pequeña bailarina, y la vieja, aunque caminaba con pasito presuroso, me obligaba a demorarme y me llenaba de impaciencia.

Así que, al llegar al túnel del paso, le dije:

—Le agradezco sinceramente que haya querido acompañarme. Pero le ruego que vuelva ya a su casa. No debe dejar solo al caballero.

Ella se decidió por fin a soltar mi cartera, se despidió cortésmente y volvió sobre sus pasos.
Cuando entré en el oscuro túnel, sentí caer en mi cabeza frías gotas de agua. A lo lejos, divisaba el resplandor de la salida que conducía a Izu del Sur.
Al final del túnel, se extendía un sinuoso y estrecho sendero, marcado por una valla pintada de blanco. Al llegar al primer recodo, percibí a los músicos, a quienes di alcance unos centenares de metros más allá. Pero entonces no me atreví a aminorar el paso bruscamente, por lo que pasé junto a las mujeres afectando indiferencia. Cuando alcancé al hombre, que iba unos veinte metros delante de ellas, éste me reconoció y se detuvo.

—¡Ah, señor, tiene usted los pies ligeros! ¡Qué suerte que el tiempo haya aclarado!

Al oír estas palabras, suspiré involuntariamente y empecé a caminar a su lado. Él era muy locuaz. Cuando las mujeres nos vieron conversar tan animadamente, apretaron el paso y se acercaron.

El hombre llevaba a la espalda un cesto de mimbre, la mujer sostenía en brazos a un perrito, la mayor de las muchachas acarreaba un enorme fardo, la segunda un cesto y la pequeña bailarina un gran tambor, con su soporte. De manera que cada cual tenía su carga. Al poco rato, la mujer, la que aparentaba unos cuarenta años, entabló conversación conmigo.

—Es un estudiante de una Escuela Superior —cuchicheó a mi espalda la mayor de las muchachas, dirigiéndose a la pequeña bailarina.

Yo me volví, sonriendo amistosamente.

—Sí —dije.

—Ya me había dado cuenta —replicó la bailarina a su compañera—. A nuestra isla van muchos estudiantes.

Aquellas gentes eran de Habuminato, en la isla de Oshima. Por lo que pude deducir, habían salido de su pueblo en primavera para viajar por todo el país dando representaciones, pero como ya empezaba a hacer frío y no llevaban ropa de invierno, pensaban regresar a su isla, después de permanecer diez días en Shimoda, pasando por Baños de Ito. Cuando oí el nombre de Oshima se conmovió mi corazón como si hubiera escuchado un verso, y contemplé el hermoso y abundante cabello de la pequeña bailarina.

—Muchos estudiantes van a nadar a nuestra isla durante todo el año —dijo a su acompañante.

—¡Pero no en invierno! —repuso ésta.

—¡Sí! ¡También en invierno! —insistió con suavidad.

Y cuando me volví, la pequeña se sonrojó.

—¿Ah, sí? ¿En invierno? —pregunté.

Pero ella se limitó a mirar a su compañera, riendo.

—¿Se puede nadar allí también en invierno? —pregunté de nuevo.

Entonces su carita volvió a teñirse de un ligero rubor y ella asintió levemente.

—¡Qué tontita! —rió la mujer mayor.
Juntos recorrimos tres millas por la ribera del río Kawazu. El paso quedaba ya muy atrás, y aquellas montañas y aquel radiante cielo azul me hacían pensar en las cálidas tierras del Sur.
Charlando alegremente, cruzamos las aldeas de Oginori y Nashimoto y de pronto vimos aparecer a lo lejos los tejados de paja de Yugano. En aquel momento, decidí ir hasta Shimoda con los músicos. Cuando se lo comuniqué a mi acompañante, su rostro se iluminó con una sonrisa.

Al llegar a la puerta de un albergue de Yugano, la mujer se volvió hacia mí para despedirse. Cuando el joven dijo que yo les acompañaría hasta Shimoda ella replicó con presteza y un poco cohibida:

—¿Ah, sí? Me alegro mucho. Si desea compartir nuestro humilde alojamiento, tenga la bondad de entrar y póngase cómodo.
Las tres muchachas me miraron con asombro un momento, pero en seguida asumieron una expresión de forzada indiferencia.
Subí con ellos al primer piso del albergue, donde dejé mi cartera. Las esteras y las puertas correderas de la habitación que me asignaron eran muy viejas y estaban bastante sucias. La pequeña nos subió té caliente de la cocina. Cuando se arrodilló delante de mí para servirme el té, enrojeció vivamente, la taza resbaló sobre el platillo y el té se derramó. Yo estaba profundamente conmovido ante tan encantadora timidez.

—¿Qué? ¡Es increíble! ¿Se ha enamorado la niña? ¡Ja, ja, ja...! —exclamó la mujer, con gran indignación y, frunciendo el ceño, arrojó un trapo.
La bailarina lo cogió y, muy apenada, secó con él la estera.
Aquellas palabras me hicieron ver claro y aquel sueño que acariciara en el paso de la montaña, mientras hablaba con la vieja, se convirtió bruscamente en cenizas. Inesperadamente, la mujer se volvió de nuevo hacia mí:

—Ese kimono azul y blanco es muy bonito —dijo, mirándome fijamente a los ojos—. Tiene el mismo dibujo que el de mi Tamiji. Sí, idéntico —añadió, mirando a las muchachas que estaban a su lado, como si esperase que ellas corroboraran sus palabras, y luego aclaró—: Tamiji es mi hijo, al que dejé en casa. Su kimono me ha hecho pensar en él. Sí, sí, la misma tela y el mismo dibujo. Últimamente, esas telas azul oscuro se han puesto muy caras. ¡Es una verdadera lástima!

—¿A qué clase va su hijo?

—Está en el quinto año de la Escuela Primaria.

—Ya..., la quinta clase.

—Va a la escuela de Kofu. Aunque vive en Oshima desde hace tiempo, nació en Kofu.

Después de descansar un rato, el joven me acompañó a la casa de baños. Salimos a la calle, tomamos por un camino empedrado, subimos unas escaleras que se encontraban unos cien metros más arriba, cruzamos un puentecito tendido sobre un arroyo y entramos en el jardín de la casa de baños.
Yo estaba ya chapoteando en el agua cuando entró el hombre. Me dijo sin preámbulos que tenia veinticinco años y que su esposa había sufrido dos abortos; bueno, en realidad, un aborto y un parto prematuro. Yo no le pregunté, pero por los signos que había en sus ropas deduje que vivía en Nagaoka. Sus rasgos faciales y su forma de hablar denotaban inteligencia y educación, y pensé que tal vez se dedicara al oficio de porteador, por curiosidad o porque estaba enamorado de alguna de las artistas. Después del baño nos fuimos a comer. Eran ya las tres cuando terminamos. Habíamos salido de Yugashima a las ocho de la mañana.
Yo estaba otra vez sentado junto a mi ventana cuando el joven se acercó por el jardín y me saludó.

—Si lo desea, puede comprarse fruta de caqui con esto. Perdone que se lo arroje desde aquí —le grité, tirándole unas monedas envueltas en un papel, para darle una pequeña muestra de afecto.

El lo rechazó con un ademán, pero el papel cayó sobre el césped, a su espalda, y él se volvió y lo recogió,

—No, por favor, no haga eso —dijo, devolviéndome el paquetito, que quedó prendido en el tejado de paja.

Yo lo cogí rápidamente y volví a echárselo, riendo. Esta vez lo tomó y se fue.

Mientras anochecía lentamente, empezó a llover con fuerza. Las montañas parecían alejarse, del suelo se elevaban blancas nubes de niebla, y el arroyo que corría junto a la casa se tiñó de amarillo y sus aguas bajaban con más ímpetu y ruido. Comprendí que con aquel tiempo la pequeña bailarina tardaría en regresar de las hosterías. De pronto, me resultó terriblemente difícil quedarme allí sentado tranquilamente. Asi que de vez en cuando me levantaba y me iba al baño caliente. Mi habitación estaba oscura. En el papel de la puerta corredera que comunicaba con la habitación contigua había un agujero cuadrado en la parte de arriba, y desde el quicio de la puerta penetraba la luz de una mortecina lámpara eléctrica que de este modo iluminaba dos habitaciones.
Ron-ton-ton... Con el rumor de la lluvia que caía furiosamente, se mezclaba el sordo retumbar de un tambor. Corrí precipitadamente la hoja de madera de la ventana y me asomé. El repiqueteo del tambor parecía acercarse por momentos. Una ráfaga de viento proyectó la lluvia sobre mi cabeza. Cerré los ojos y escuché atentamente, tratando de adivinar en qué dirección se movía el tambor y si se aproximaba a mi hostería. Pero pronto percibí claramente el sonido del samisén y el canto de una voz de mujer. Hasta mis oídos llegaban ruidos y risas. Descubrí entonces que mis amigos habían sido llamados a la hostería de enfrente.
Distinguí las voces de tres o cuatro mujeres y de dos o tres hombres. Puesto que estaban ya tan cerca, supuse que no tardarían en volver y decidí esperar. Pero allá enfrente el alboroto iba en aumento y sobrepasaba ya la medida de lo corriente para convertirse en un estúpido griterío. Las chillonas voces de las mujeres hendían la noche como rayos. Sentí que mis nervios se contraían dolorosamente. De todos modos, por nada del mundo me hubiera apartado de aquella ventana. Cada vez que se oía el sordo y monótono repicar del tambor, se despertaba en mi corazón un eco alegre y luminoso. ¡Oh, mi pequeña bailarina sigue tocando!

Pero cuando súbitamente cesó la música, sentí una congoja insoportable. Me quedé escuchando el melancólico murmullo de la lluvia nocturna. ¿Estaban jugando a la captura o bailaban? Se oía un estrépito de pisadas. Luego, bruscamente, se hizo el silencio. Creo que debían de brillarme los ojos de excitación. Miraba fijamente la noche, como si a toda costa quisiera taladrar la hostil oscuridad y descubrir qué significaba aquel alarmante silencio repentino. Me desesperaba pensar que unas sucias manos pudieran ofender a mi pequeña bailarina.

Por fin, cerré la ventana y me acosté, pero temblaba en mi corazón una angustia insoportable. Me levanté, me fui otra vez al baño y me zambullí como un loco en el agua todavía tibia. Entretanto, la lluvia había cesado y asomaba ya la luz plateada de la luna. El cielo de la noche de otoño, lavado por la lluvia, iba adquiriendo nitidez y transparencia. Descalzo, salí de la casa de baños. Eran las dos de la madrugada cuando me tendí bajo la manta.

A la mañana siguiente, hacia las nueve, entró en mi habitación el hombre. Yo acababa de levantarme, pero le invité a acompañarme otra vez a la casa de baños. Era un día claro y soleado de otoño. El sol brillaba cálido y resplandeciente sobre el crecido arroyo que discurría ante la casa de baños. De pronto, las angustias de la noche anterior se me aparecieron como una lejana pesadilla. Y dije con ligereza a mi acompañante:

—¡Qué larga y ruidosa fue la fiesta de anoche!

—¿Cómo? ¿La oyó usted?

—Por supuesto que la oí.

—En fin, así es la gente de por aquí. Cuando se alegran meten un ruido de mil demonios. No es muy divertido para mí presenciar esas cosas.

Hablaba como si para él la ocasión no hubiera tenido absolutamente nada de particular, de manera que yo tampoco hice más comentarios.

De pronto, exclamó:

—¡Mire! ¡Allí están! Parecen habernos reconocido. Están haciéndonos señas y se ríen.

Miré hacia donde él me señalaba con el dedo y, al otro lado del río, difuminadas por el vapor, vi las siluetas de siete u ocho personas desnudas.
Cuando contemplé la escena más atentamente, vi surgir de la sombra de la casa de baños la figura de una muchacha desnuda. Ella levantó los brazos y me llamó. ¡Oh, era la pequeña bailarina! Vi su hermoso cuerpo, esbelto como un joven arbolito, y me pareció que en mi corazón empezaba a cantar una fuente de plata. Respiré profundamente y luego me eché a reír con alegría. ¡Oh. qué niña era! La alegría de habernos descubierto le hizo olvidar que no estaba vestida y salió corriendo a la luz del sol. Una niña inocente. Yo reía feliz, reía y reía. Mi cabeza estaba ligera y despejada y no podía reprimir mi júbilo.
Después del baño, volví a mi habitación con el joven y me senté junto a la ventana. Al poco rato, la mayor de las muchachas salió al jardín del albergue y empezó a pasear lentamente entre los crisantemos. Luego, salió también la pequeña bailarina, quien, desde el centro del puente, levantó la mirada hacia mi ventana. Pero cuando apareció la mujer de cuarenta años, para vigilar a las dos muchachas, la pequeña encogió los hombros, asustada, y se rió, como queriendo decir: «Hay que marcharse, antes de que pueda reñirme», y se alejó rápidamente. La mujer llegó hasta el centro del puente y me gritó:

—Entre después a vemos, si tiene tiempo.

Y también la mayor de las muchachas exclamó:

—¡Sí, venga, por favor!

Y ambas se retiraron.

El joven se quedó conmigo hasta la tarde.

Por la noche, cuando estaba jugando a go con un comerciante en papeles, oí de pronto sonar el tambor en el jardín del albergue. Fui a levantarme inmediatamente.

—¡Ah, ahí están!

—¡Bah, qué tontería! Ahora juega usted. Yo acabo de tirar.

El papelero, inclinado sobre el tablero de go, estaba absorto en el juego. Yo, por el contrario, no conseguía dominar mi impaciencia. Ya distinguía claramente las voces de los músicos que volvían de dar su representación. El joven gritó:

—¡Buenas noches!

Yo me precipité al porche y les hice vivos ademanes con la mano. El grupo se quedó abajo unos momentos, cuchicheando. Luego subieron.

—¡Buenas noches!

Las muchachas saludaron una tras otra, tendiendo las manos hacia abajo y haciendo una profunda reverencia, como las geishas.

Cuando observé que a la primera ojeada habían descubierto que yo estaba perdiendo, dije a mi contrincante:

—Está bien. No puedo hacer ya nada más. Me rindo.

—¿Cómo? ¡No, no! ¡Qué ocurrencia! Me parece que mi situación es peor que la suya. De todos modos, el juego no está decidido, ni mucho menos.

El papelero ni siquiera se dignó mirar a los músicos. Movía sus fichas con asombrosa habilidad y siguió jugando cuidadosamente.
Las muchachas dejaron sus instrumentos en un rincón, sacaron un tablero de ajedrez e iniciaron por su cuenta una partida de cinco fichas.

Entretanto, yo había perdido todas mis fichas, incluso las que ganara al comienzo del juego. La partida había terminado. Pero el papelero insistía, impertérrito:

—¿Jugamos otra? Yo lo celebraría.

Él porfiaba con ahínco, pero yo me eché a reír de tan buena gana que el hombre, resignado, se levantó y se fue.
Las tres muchachas se acercaron entonces al tablero de go y una de ellas dijo al joven:

—¿Vamos a salir otra vez esta noche?

É1 se quedó pensativo un momento y luego respondió:

—Hum..., ¿qué hacemos? Creo que será mejor que por hoy lo dejemos ya y descansemos un poco.

—¡Oh, qué bien, qué bien! ¡Maravilloso!

—Pero, ¿no nos reñirá nuestra madre?

—¡Bah! De todos modos, no hay clientes. De manera que nos pusimos a jugar todos al juego de las cinco fichas y estuvimos divirtiéndonos hasta mucho después de medianoche.

Cuando, por fin, las muchachas se despidieron y me acosté, el sueño no quería acudir. Mi
cabeza estaba despierta, muy despierta. Salí al corredor y grité:

—¡Señor papelero! ¡Señor papelero!

El hombre, que tendría casi sesenta años, salió de un brinco de su habitación. Se detuvo ante mí, con los pies separados, ansioso de diversión, y me dijo:

—¿Si? ¿Si?

Y yo grité:

—¡Vamos a pasar la noche en vela! ¡Jugando, jugando!

Yo tenía ganas de pelea.

Habíamos convenido que a la mañana siguiente saldríamos de Yugano a las ocho. Poco antes, me calé una gorra de deporte que había comprado en un tenderete situado a la puerta de los baños familiares, guardé en la cartera mi gorra de estudiante y me dirigí a la posada en la que se alojaban los músicos.
Cuando subí las escaleras, las puertas del primer piso estaban ya descorridas, pero todos seguían aún acostados. Me detuve en el umbral, desconcertado.
En la estera que había a mis pies, la pequeña bailarina, muy sofocada, se cubría la cara con las manos. Dormía con la mediana de las muchachas. Aún llevaba en las mejillas el carmín de la noche anterior; sólo la pintura de los labios había palidecido. Al verla allí tendida, recién salida del sueño, sentí que el corazón empezaba a latirme con fuerza. Pero de pronto la muchacha dio media vuelta, como si algo la hubiera deslumbrado, salió ágilmente de debajo de la manta y, sin apartar las manos de su rostro, se arrodilló en el umbral para saludarme.

—Mil gracias por su amabilidad de anoche— dijo, inclinándose profundamente con indescriptible gracia.

(...)

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'La Danzarina de Izu' se publicó junto con 'Kioto'. El libro lleva el título de esta última obra.

KIOTO, Lib Reno, Ediciones G.P.
Barcelona, 1982, 5a. ed.
ISBN: 84-01-43350-9

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