|
|||
La
danzarina de Izu |
|||
Yasunari Kawabata |
|||
El sendero subía por la montaña, dando vueltas y vueltas. Cuando llegaba al paso de Amagi, descargó de pronto un fuerte aguacero que envolvió el frondoso bosque de cedros en un velo gris pálido. Yo tenía veinte años, llevaba la gorra de una Escuela Superior y, encima del kimono estampado azul oscuro, una túnica-pantalón Hakama. Colgaba de mi hombro, suspendida de una ancha correa, la bolsa de lona de estudiante. Hacía cuatro días que había emprendido aquel viaje a Izu. Dormí una noche en Baños de Shurenji y las dos noches siguientes en Baños de Yugashima, y ahora, calzando altos zancos de madera, trepaba hacia el Amagi. Estaba maravillado por el esplendoroso colorido que el otoño había extendido sobre las montañas, los solitarios bosques y los profundos valles de los manantiales. Caminaba animado por el delicioso sentimiento de haber satisfecho al fin un antiguo anhelo. Cuando empezaron a caer aquellas gruesas y pesadas gotas, eché a correr cuesta arriba y entré en la casa de té situada en lo alto del paso. Contento de haber escapado de la lluvia, lancé un suspiro de alivio, pero en el mismo instante me detuve en el umbral, como petrificado. ¡Oh, allí estaban otra vez los músicos ambulantes! Apenas me reconoció, la pequeña bailarina cogió el almohadón sobre el que estaba arrodillada, le dio la vuelta cortésmente y lo empujó hacia mí. —¡Ah! —me limité a exclamar. Había
subido la montaña demasiado de prisa y estaba todavía sin
aliento; además, aquel súbito encuentro me había
conmovido profundamente, por lo que la palabra «gracias» se
me quedó encallada en la garganta. Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza, peinado en una forma que yo nunca había visto. Su lindo rostro quedaba empequeñecido, pero aquel peinado le sentaba maravillosamente. Su cabellera era abundante, como la de esas ideales doncellas de los cuentos. Con ella había una mujer como de cuarenta años, otras dos muchachas y un hombre de unos veinticinco años, sobre cuya bata azul de trabajo se destacaba, pintado en caracteres blancos, el nombre de una hostería de Baños de Nagaoka. ¡Conque
había vuelto a encontrar a mí pequeña bailarina!
La vi por primera vez cuando iba yo camino de Yugashima, en las cercanías
de Yugawabashi, y ella se dirigía a Baños de Shuzenji. Iban
entonces tres mujeres, y la bailarina llevaba a la espalda un enorme tambor.
Me volví a mirarla una y otra vez, oprimido por una comprensible
melancolía. En la noche de mi segundo día de viaje, la vi
de nuevo en una hostería de Yugashima. Sentado en los peldaños
de una escalera, con el corazón ardiente, contemplé la danza
que, con indescriptible gracia, ejecutaba en la plaza. El día anterior
en Shuzenji, aquella noche en Yugashami... —¡Qué frío hace hoy! —dije, volviéndome hacia la dueña, que estaba sirviéndome el té. —¡Oh, señor, qué mojado está! Pase un momento a nuestra habitación y séquese. Me
cogió de la mano con maternal solicitud y me condujo a su cuarto
de estar. —Perdone, pero no tenga cuidado, es el dueño de la casa. No puede moverse. Le suplico que sea indulgente con nosotros. La mujer me explicó
que el anciano estaba impedido y no podía levantarse de allí.
La montaña de papel estaba formada por cartas procedentes de todos
los puntos del país, en las que se indicaban remedios contra la
parálisis. Las cajitas contenían medicamentos. Y es que
el anciano solía pedir a todos los viajeros que cruzaban el paso
los remedios que conocieran para curar su mal. Leía también
atentamente todos los anuncios de medicinas que aparecían en los
periódicos y se hacía enviar todos los preparados de que
tenía noticia. —¡Hay que ver! ¡Cómo ha crecido esa muchacha! ¡Y qué linda! Sí, sí, las niñas se desarrollan con rapidez... Apenas habría transcurrido una hora cuando, por el ruido, comprendí que los músicos se disponían a partir. ¿Cómo podía yo permanecer allí tranquilamente? El corazón me latía con fuerza. Pero no tuve valor para levantarme y unirme a ellos. Pensé que, aunque estuvieran acostumbradas a caminar, al fin y al cabo eran mujeres y, aunque me llevaran uno o dos kilómetros de ventaja, podría alcanzarlas fácilmente. Y entonces en el momento en que la pequeña bailarina se alejaba, mi imaginación empezó una danza loca y desenfrenada. Pregunté a la hostelera que, después de despedir a sus clientes, había vuelto a entrar en la habitación donde yo estaba: —¿Dónde pasará la noche esa gente? —¡Ay, mi joven señor, eso nadie lo sabe! Donde haya viajeros allí se quedarán. Imposible precisar su paradero con mayor exactitud. Había
mucho desdén en las palabras de la mujer, pero de improviso se
me ocurrió pensar que, en tal caso, la pequeña bailarina
bien podría pasar la noche en mi habitación. Y este pensamiento
me llenó de agitación. —¡Quedad en paz! ¡Y que haya salud! Pronto llegará el invierno —dije cordialmente al viejo que estaba sentado entre los papeles. Él movió despaciosamente sus ojos amarillentos y me saludó con una leve inclinación de cabeza. —¡Señor! ¡Señor! —La dueña se acercó a mí, excitada—. No debe darme tanto dinero. ¡No sabría cómo agradecérselo! Se apoderó rápidamente de mi cartera y no hubo forma de disuadirla de acompañarme durante un trecho. Por más que yo le rogué que no se molestara, ella insistió en llevármela. Mientras me seguía con gran esfuerzo, no cesaba de repetir: —Debo rogarle
que me disculpe. Espero que nuestra casa le haya gustado, aunque sólo
sea un poquito. Guardaré buen recuerdo de su rostro y, si algún
día vuelve, esté seguro de que he de demostrarle mi agradecimiento.
Sí, debe usted volver a visitamos. ¡Yo nunca lo olvidaré! Así que, al llegar al túnel del paso, le dije: —Le agradezco
sinceramente que haya querido acompañarme. Pero le ruego que vuelva
ya a su casa. No debe dejar solo al caballero. —¡Ah, señor, tiene usted los pies ligeros! ¡Qué suerte que el tiempo haya aclarado! Al oír estas palabras, suspiré involuntariamente y empecé a caminar a su lado. Él era muy locuaz. Cuando las mujeres nos vieron conversar tan animadamente, apretaron el paso y se acercaron. El hombre llevaba a la espalda un cesto de mimbre, la mujer sostenía en brazos a un perrito, la mayor de las muchachas acarreaba un enorme fardo, la segunda un cesto y la pequeña bailarina un gran tambor, con su soporte. De manera que cada cual tenía su carga. Al poco rato, la mujer, la que aparentaba unos cuarenta años, entabló conversación conmigo. —Es un estudiante de una Escuela Superior —cuchicheó a mi espalda la mayor de las muchachas, dirigiéndose a la pequeña bailarina. Yo me volví, sonriendo amistosamente. —Sí
—dije. Aquellas gentes eran de Habuminato, en la isla de Oshima. Por lo que pude deducir, habían salido de su pueblo en primavera para viajar por todo el país dando representaciones, pero como ya empezaba a hacer frío y no llevaban ropa de invierno, pensaban regresar a su isla, después de permanecer diez días en Shimoda, pasando por Baños de Ito. Cuando oí el nombre de Oshima se conmovió mi corazón como si hubiera escuchado un verso, y contemplé el hermoso y abundante cabello de la pequeña bailarina. —Muchos estudiantes van a nadar a nuestra isla durante todo el año —dijo a su acompañante. —¡Pero no en invierno! —repuso ésta. —¡Sí! ¡También en invierno! —insistió con suavidad. Y cuando me volví, la pequeña se sonrojó. —¿Ah,
sí? ¿En invierno? —pregunté. —¿Se puede nadar allí también en invierno? —pregunté de nuevo. Entonces su carita volvió a teñirse de un ligero rubor y ella asintió levemente. —¡Qué
tontita! —rió la mujer mayor. Al llegar a la puerta de un albergue de Yugano, la mujer se volvió hacia mí para despedirse. Cuando el joven dijo que yo les acompañaría hasta Shimoda ella replicó con presteza y un poco cohibida: —¿Ah,
sí? Me alegro mucho. Si desea compartir nuestro humilde alojamiento,
tenga la bondad de entrar y póngase cómodo. —¿Qué?
¡Es increíble! ¿Se ha enamorado la niña? ¡Ja,
ja, ja...! —exclamó la mujer, con gran indignación
y, frunciendo el ceño, arrojó un trapo. —Ese kimono azul y blanco es muy bonito —dijo, mirándome fijamente a los ojos—. Tiene el mismo dibujo que el de mi Tamiji. Sí, idéntico —añadió, mirando a las muchachas que estaban a su lado, como si esperase que ellas corroboraran sus palabras, y luego aclaró—: Tamiji es mi hijo, al que dejé en casa. Su kimono me ha hecho pensar en él. Sí, sí, la misma tela y el mismo dibujo. Últimamente, esas telas azul oscuro se han puesto muy caras. ¡Es una verdadera lástima! —¿A qué clase va su hijo? —Está en el quinto año de la Escuela Primaria. —Ya..., la quinta clase. —Va a la escuela de Kofu. Aunque vive en Oshima desde hace tiempo, nació en Kofu. Después
de descansar un rato, el joven me acompañó a la casa de
baños. Salimos a la calle, tomamos por un camino empedrado, subimos
unas escaleras que se encontraban unos cien metros más arriba,
cruzamos un puentecito tendido sobre un arroyo y entramos en el jardín
de la casa de baños. —Si lo desea, puede comprarse fruta de caqui con esto. Perdone que se lo arroje desde aquí —le grité, tirándole unas monedas envueltas en un papel, para darle una pequeña muestra de afecto. El lo rechazó con un ademán, pero el papel cayó sobre el césped, a su espalda, y él se volvió y lo recogió, —No, por favor, no haga eso —dijo, devolviéndome el paquetito, que quedó prendido en el tejado de paja. Yo lo cogí
rápidamente y volví a echárselo, riendo. Esta vez
lo tomó y se fue. Pero cuando súbitamente cesó la música, sentí una congoja insoportable. Me quedé escuchando el melancólico murmullo de la lluvia nocturna. ¿Estaban jugando a la captura o bailaban? Se oía un estrépito de pisadas. Luego, bruscamente, se hizo el silencio. Creo que debían de brillarme los ojos de excitación. Miraba fijamente la noche, como si a toda costa quisiera taladrar la hostil oscuridad y descubrir qué significaba aquel alarmante silencio repentino. Me desesperaba pensar que unas sucias manos pudieran ofender a mi pequeña bailarina. Por fin, cerré la ventana y me acosté, pero temblaba en mi corazón una angustia insoportable. Me levanté, me fui otra vez al baño y me zambullí como un loco en el agua todavía tibia. Entretanto, la lluvia había cesado y asomaba ya la luz plateada de la luna. El cielo de la noche de otoño, lavado por la lluvia, iba adquiriendo nitidez y transparencia. Descalzo, salí de la casa de baños. Eran las dos de la madrugada cuando me tendí bajo la manta. A la mañana siguiente, hacia las nueve, entró en mi habitación el hombre. Yo acababa de levantarme, pero le invité a acompañarme otra vez a la casa de baños. Era un día claro y soleado de otoño. El sol brillaba cálido y resplandeciente sobre el crecido arroyo que discurría ante la casa de baños. De pronto, las angustias de la noche anterior se me aparecieron como una lejana pesadilla. Y dije con ligereza a mi acompañante: —¡Qué
larga y ruidosa fue la fiesta de anoche! —Por supuesto
que la oí. Hablaba como si para él la ocasión no hubiera tenido absolutamente nada de particular, de manera que yo tampoco hice más comentarios. De pronto, exclamó: Miré hacia
donde él me señalaba con el dedo y, al otro lado del río,
difuminadas por el vapor, vi las siluetas de siete u ocho personas desnudas. —Entre después a vemos, si tiene tiempo. Y también la mayor de las muchachas exclamó: —¡Sí, venga, por favor! Y ambas se retiraron. El joven se quedó conmigo hasta la tarde. Por la noche, cuando estaba jugando a go con un comerciante en papeles, oí de pronto sonar el tambor en el jardín del albergue. Fui a levantarme inmediatamente. —¡Ah, ahí están! —¡Bah, qué tontería! Ahora juega usted. Yo acabo de tirar. El papelero, inclinado sobre el tablero de go, estaba absorto en el juego. Yo, por el contrario, no conseguía dominar mi impaciencia. Ya distinguía claramente las voces de los músicos que volvían de dar su representación. El joven gritó: —¡Buenas
noches! Las muchachas saludaron una tras otra, tendiendo las manos hacia abajo y haciendo una profunda reverencia, como las geishas. Cuando observé que a la primera ojeada habían descubierto que yo estaba perdiendo, dije a mi contrincante: —Está
bien. No puedo hacer ya nada más. Me rindo. El papelero ni
siquiera se dignó mirar a los músicos. Movía sus
fichas con asombrosa habilidad y siguió jugando cuidadosamente. É1 se quedó pensativo un momento y luego respondió: —Hum..., ¿qué hacemos? Creo que será mejor que por hoy lo dejemos ya y descansemos un poco. —¡Oh, qué bien, qué bien! ¡Maravilloso! —Pero, ¿no
nos reñirá nuestra madre? Cuando, por fin, las muchachas
se despidieron y me acosté, el sueño no quería acudir.
Mi —¡Señor
papelero! ¡Señor papelero! —¿Si? ¿Si? Y yo grité: Yo tenía ganas de pelea. Habíamos convenido
que a la mañana siguiente saldríamos de Yugano a las ocho.
Poco antes, me calé una gorra de deporte que había comprado
en un tenderete situado a la puerta de los baños familiares, guardé
en la cartera mi gorra de estudiante y me dirigí a la posada en
la que se alojaban los músicos. —Mil gracias
por su amabilidad de anoche— dijo, inclinándose profundamente
con indescriptible gracia. ir a a segunda parte de 'La Danzarina de Izu'... > 'La Danzarina de Izu' se publicó junto con 'Kioto'. El libro lleva el título de esta última obra. KIOTO, Lib Reno, Ediciones G.P. Barcelona, 1982, 5a. ed. ISBN: 84-01-43350-9 |
|||
Hocus Pocus es una zona en donde rescatamos y recopilamos textos e imágenes que han tenido una difusión restringida, se encuentran agotados o nunca llegaron a publicarse. Los textos e imágenes publicados en esta sección pertenecen a sus respectivos propietarios y autores y sólo se difunden con fines informativos y de uso personal. En caso de considerarse que no deberían aparecer en este sitio, rogamos notificarnos para proceder a su inmediato retiro. |
|||
Copyright © 2003-2006 zonamoebius.com Prohibida la reproducción de cualquier parte de este sitio web
sin permiso del editor |