FRANCESCO SIMONELLI

No me reconozco como poeta; pienso que los escritos se parecen más a regalos
que a proyectos meditados. Me gustaría que cada lectura fuese un encuentro
que tuviese la virtud de la mirada y no la seducción del espejo.
 

Crítica y Creatividad
(de su correspondencia compartida)
 

No ha sido infrecuente, en nombre de la "creatividad" y los presuntos derechos que otorga, condenar a la crítica por su dependencia frente a las obras "originales". Suponen los autores de tal dictamen que todo "metalenguaje", escritura sobre la escritura, discurso hermenéutico, etc. carece en lo absoluto de valor. Algunos llegan a sugerir que la "crítica" es un atentado contra toda forma de creación.

Quienes así se expresan ignoran, o fingen ignorar, que 'crítica' no es algo que se diga de un sólo modo. Que como actividad humana está sujeta a las múltiples determinaciones de las prácticas, los caracteres, la formación intelectual de sus ejecutantes.

Por sobre todas las cosas enmascaran su propia actividad. Toda pretendida creación, consciente o inconscientemente, ejerce alguna forma de "crítica" sobre el mundo, supone una elección, un "situarse frenta a" que por acción u omisión define espacios, delimita territorios, declara pertenencias y exclusiones.

Ni siquiera esa rarísima forma de humanidad, el "genio", queda absuelto de la crítica. Podrá estar por encima de la crítica de aquellos a quienes considera sus inferiores (casi todo el mundo), podrá mirar con cautela -si es que se permite algún escorzo- a los poquísimos que son sus iguales. Podrá ignorar a todo el mundo. Pero no puede ignorarse a sí mismo. Salvo que traicione su "genio", que sea un "genio" patético: el que sufre la incomprensión colectiva de su locura, la "voz que clama en el desierto".

Pero sin críticos ¿tendrían posibilidad de ser estos "iluminados"?

Deberían ser más agradecidos.

Francesco
beso de Judas




Epitafio ad infinitum
 


Que no sea cualquiera
la sombra o la traza
aquí donde queda

sin aturdimiento
ni esplendor

el mudo envés
de tu sombra:

descansa del frágil
combate de uno
contra todo término



Querido M:

Por alguna razón que no alcanzo a descifrar, siento que buscas por algunos de nosotros. Y digo indescifrables de tus razones cuando se me escapan tus palabras, tus densas marejadas infinitas, minuciosas.

Al M. de instantes creo que lo abarco, sus palabras me tocan, muchas me conmueven. Al otro, al M. alud, casi le tengo miedo. Quizás sea el miedo de no querer mirar, el miedo a los abismos.

¿Cómo decirlo? Es que a veces tu poesía se me hace el festín de Trimalción. Y me dices cosas, M., tantas cosas, como demasiadas cosas. Soñar con que todo se hace poesía y poema es más de lo que puedo soñar. Quizás sea mi defecto, uno de los tantos, uno entre muchos, pero se me hace que la poesía -y el poema- profesan la castidad antes que la lujuria de las mejores intenciones. En demasía abruman, casi se desdicen, pienso acaso por mezquindad, acaso por una precaria sabiduría adquirida a juro en la belleza fugaz.

Es arduo ser demasiado feliz. Demasiado poeta. Es la tentación de matar al hombre bueno prodigando excesiva bondad. Perdóname por ser tan prosaico, tan antipoético, pero la poesía roza al mundo, si logra rozarlo, antes que lo invade. Es su rastro, el anhelo de ella, su vida. Un mundo perfecta y permanentemente poético es la muerte de la poesía. Lo veo como un mundo de palabras sordas, puras esferas celestiales danzando su música y silenciando el incesante infinito que porque se pide y no se consuma está vivo.

En los errores y horrores de estar vivo, de sudar, de hurgar mucha tierra y encontrar poca veta, digo yo, que quizás no sea nada ni nadie, que simplemente espero un milagro sin fe, un estallido fugaz, hay -espero que haya- soles de asombro imprevistos. Yo quiero que estés vivo, pido fervientemente que estés vivo, no para iluminarme, no para decirme todas las palabras. Pido que estés vivo para tomar un poco de tu mucho, para sentir y pensar un algo de tu todo. Pido por el exuberante delirio que eres. Pido también un trocito de tierra virgen para poder sembrar una que otra hierba, aunque sea hierba mala o rastrojo. Pido un poco de arena para dejar al viento dibujar sus huellas.

Pido al poeta vivo. También el intervalo.

El miedo a leer... literatura

Uno de esos extraños discípulos de Freud que alcanzó mayor éxito durante la segunda mitad del siglo XX fue Erich Fromm. Es poco probable que alguna persona de las que ahora tiene cuarenta o más años no hubiese cuando menos visitado alguno de sus libros como El arte de amar o Tener y ser. Menos serían, sin embargo, los interesados en títulos más sesudos como lo fue la Anatomía de la destructividad. Seguramente muchos abandonaron, al ahondarse en sus páginas, la lectura de Miedo a la libertad.

En Miedo a la libertad Fromm intenta explicar uno de los acontecimientos más desquiciantes e insólitos que se desarrollaron durante el siglo XX: el nazismo. ¿Cómo fue posible que uno de los pueblos más cultos de Europa aceptase una de las patrañas intelectuales peor urdidas que recuerda la historia? Tras unas doscientas y pico de páginas se nos revela una alarmante respuesta: no querían ser responsables de sí mismos. Hitler llega al poder y sustrae a la inmensa mayoría de los alemanes de tomar en sus manos la conducción de sus vidas. A partir de las maniobras de 1933 tienen a un 'conductor', el Führer, que piensa por ellos. El antiguo slogan (para ese entonces aún reciente) del fascismo “creddere, obeddere, combattere” (creer, obedecer y combatir) alcanza su paroxismo en las movilizaciones bélicas del nacional-socialismo.

Puede que el acudir a los extremos no sea la mejor técnica de persuasión. En todo caso sí es algo elocuente e ilustrativo. Los movimientos totalitarios del siglo XX nacieron casi al unísono, blandiendo banderas aparentemente antinómicas y aplicando a fondo un procedimiento común: la anestesia del pensamiento, la cancelación de la disidencia, el privilegio absoluto de la acción sobre cualquier forma de reflexión. En el fondo se trata de 'vivir el momento' y de evitar cualquiera de las proyecciones que toma del pasado o adelanta hacia el futuro alguna consecuencia. Se trata de prohibir otra cosa que el instante.

¿Qué tiene que ver todo esto con la literatura? Tiene y no tiene que ver. Hubo una literatura 'nazi' (la sigue habiendo) impresa en letras góticas que cantaba las virtudes de la sangre y de la tierra. Se prodigaron 'protocolos' y quién sabe cuantas ediciones habrá alcanzado Mein Kampf. No hay, sin embargo, uno solo de los autores que tuvieron alguna relevancia en aquel momento que haya sobrevivido (salvo que se quiera polemizar acerca de Heidegger, Ernst Jünger, etc.). El nazismo produjo una 'visión del mundo' que se derrumbó con los escombros de Colonia, Dresde y Berlin.

Tras la derrota alemana se produce la vindicación de aquella literatura que había quedado suprimida durante esos desafortunados años: Thomas y Heinrich Mann, Bertolt Brecht, Alfred Doeblin, Heinrich Heine, Freud, Emil Ludwig, Erich María Remarque y otros muchos más. El 'Bibliocausto' nazi, como bien lo ha calificado Fernando Báez, hizo renacer, en los aciagos días de mayo de 1933, la furia del califa que más o menos proclamó ante la Biblioteca de Alejandría 'si lo que dicen estos libros está en el Corán, entonces son superfluos, si lo que dicen no está allí hay que destruirlos'.

A casi tres generaciones de la II Guerra Mundial se perfila un fenómeno preocupante en sus alcances: la 'nueva' y no represiva anestesia del pensamiento. Sin amenazas y con promesas de felicidad, el mundo tiende a volverse una única sociedad y esa sociedad tiende a pensar uniformemente, a suprimir deliberadamente la diversidad, a considerar peligrosa (o, en su acepción contemporánea: “fastidiosa”) cualquier exigencia de pensamiento.

Leer se ha convertido en una función estrictamente utilitaria: o produce una 'enseñanza directa', una 'instrucción para ser feliz' o el libro debe ser condenado. Obviamente se puede tolerar el terror convenientemente empaquetado (entiéndase Stephen King o Thomas Harris) y hasta se puede observar la caída de algún semejante en alguna 'historia verdadera' de Hollywood o similar. Pero el leer para que nos pase cualquier cosa, para la sorpresa que va desde el vuelo de la imaginación hasta darnos cuenta de nuestra condición de seres volubles y frágiles, leer para cubrir las experiencias que se despliegan entre el sentirnos héroes y el disfrutar siendo los bellacos de la picaresca, leer, en fin, para ser insólita, imperfecta, responsable e impecablemente humanos, sin falsos atuendos de salvación ni deberes extremos, esto –aparentemente- causa un terrible miedo y vuelve a poner en jaque a la libertad.

Es una lástima que Fromm no hubiese escrito 'El arte de pasarla bien' porque, a fin de cuentas ¿para qué ponernos a escudriñar en un libro en el que, en definitiva, el autor no ofrezca las instrucciones precisas para ser feliz?







Francesco Simonelli
nació en Mérida (Venezuela) en marzo de 1963 y murió en Caracas en julio de 2004.
Era arquitecto y cursaba el máster de Filosofía en la Universidad Simón Bolívar.


Estos y otros trabajos inéditos que aparecerán próximamente en ZM, son parte de la recopilación que han realizado sus amigos personales y sus conocidos de las listas de correo en las que participaba.

La serie de poemas de su autoría que lleva por título 'De los mismos pasos' puede leerse en VIS FLUMINIS - sección 'Confluencias'. http://www.visfluminis.com.ar

 


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