I
El
tema de la prostitución es relativamente viejo en la narrativa
hispanoamericana. Por una feliz coincidencia, las dos primeras novelas
que tratan el tema aparecieron el mismo año, 1902, Santa,
del mexicano Federico Gamboa (1864-1939), y Juana Lucero,
del chileno Augusto Dhalmar (1880-1950). Ambas novelas narran
la vida de sendas prostitutas y describen el mundo del prostíbulo.
Las dos, además, muestran una clara influencia de Emilio Zola y
el Naturalismo. La protagonista de Juana Lucero,
por ejemplo, en algún momento de la narración adopta el
nombre de Naná, como el personaje que da título a una de
las más celebradas novelas de Zola.
Después vinieron otras, como Nacha Regules
(1919), del argentino Manuel Gálvez (1882-1962), también
bajo la clara influencia de Zola. Pero, en realidad, en Hispanoamérica
el tema de la prostitución y de la vida de las prostitutas ha sido
por muy largo tiempo una especie de tabú, por lo que hay pocas
novelas importantes que traten de ello.
En Venezuela el primero en meterse a fondo en el tema fue Guillermo Meneses
(1911-1978), primero con su novela corta La balandra Isabel
llegó esta tarde (1934), pero sobre todo con su cuento
La mano junto al muro (1951).
II
De ahí
que la más reciente novela de Gabriel García Márquez,
Memoria de mis putas tristes, haya despertado
un gran interés, además del que habitualmente causan todas
sus escrituras. El solo hecho de poner en su título la palabra
puta, con todas sus letras, ha causado tal impacto, que casi
podría decirse que ha armado un escándalo. ¿Intencionalmente?
Quizás. Y digo casi, porque hace tiempo estoy convencido de que
hoy en materia de literatura no hay nada que sea capaz de causar un verdadero
escándalo.
Pero lo más curioso es que, a pesar de esa palabra en
el título, esta novela de García Márquez no es propiamente
sobre la prostitución y la vida de las prostitutas. De ello se
habla allí, por supuesto. Se mencionan varias putas relacionadas
con el protagonista, y no es nada aventurado ni indiscreto decir que tales
referencias son evidentemente autobiográficas. También,
aunque en menor medida, se habla del ambiente del prostíbulo. Sin
embargo, no hay duda de que el tema central de la novela es el amor, no
importa que para ello el novelista se valga de la relación, en
cierto modo anormal, entre un anciano de noventa años y una puta
adolescente, de la cual, por cierto, es dable dudar que pueda llamársele
realmente puta. La niña atraviesa toda la novela siendo virgen,
hasta el final. Y cabe preguntarse, ¿puede ser puta una virgen?
O a la inversa: ¿puede ser virgen una puta? Novela de amor, pues
esto ya lo han dicho otros, y yo agrego que de la ternura.
Aquella relación comienza siendo un simple caso de prostitución:
el anciano quiere celebrar sus noventa años con una especie de
orgía prostibularia, “una noche libertina” como él
mismo dice (p. 15), pero con una virgen, y para ello recurre a una vieja
amiga patrona de burdel. Parece evidente que aquel anciano, que ha sido
un insigne y experimentado putañero, nunca se había acostado
con una virgen, y no quiere irse del mundo sin hacerlo aunque fuese un
vez. Sólo que, desde la primera noche, el anciano sufre podría
decirse de una crisis de ternura al ver la niña desnuda y dormida,
y prefiere dedicarse a su contemplación así, dormida y desnuda,
noche tras noche, durante todo un año.
Pero esa inocente contemplación mucho más que
un simple acto de voyeurismo se va trocando en amor, puesto de
manifiesto en aquel nonagenario casi como un amor de adolescente. Y de
hecho lo es, porque a su edad nunca antes se había enamorado de
verdad. Él mismo lo confiesa: “Hoy sé que no fue una
alucinación sino un milagro más del primer amor de mi vida
a los noventa años”• (p. 62).
Mas aquel amor, que en un anciano no tiene por qué sorprender,
prende también en la muchacha, algo menos verosímil: “Esa
pobre criatura está lela de amor por ti” le dice Rosa Cabarcas,
su vieja amiga patrona de burdel (p. 109).
Al final de la novela, muy garcíamarquiano, como toda ella, queda
un tanto en suspenso lo que podría ocurrir después, sutilmente
sugerido: “Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo,
y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier
día después de mis cien años”, dice justo al
cierre del relato su protagonista.
Aquel amor se da en el anciano con una fuerza arrolladora, como un amor
adolescente, tal como ya dije. En un pasaje de la novela el protagonista
confiesa: “Era tal mi desvarío, que en una manifestación
estudiantil con piedras y botellas, tuve que sacar fuerzas de flaqueza
para no ponerme al frente con un letrero que consagrara mi verdad: Estoy
loco de amor.” (p. 66/67). Y en otra ocasión describe
su amor, ya más en el plano erótico, con una intensidad
admirable: “la besé por todo el cuerpo hasta quedarme sin
aliento: la espina dorsal, vértebra por vértebra, hasta
las nalgas lánguidas, el costado del lunar, el de su corazón
inagotable. A medida que la besaba aumentaba el calor de su cuerpo y exhalaba
una fragancia montuna. Ella me respondió con vibraciones nuevas
en cada pulgada de su piel, y en cada una encontré un gemido nuevo,
y toda ella resonó por dentro con un arpegio y sus pezones se abrieron
en flor sin tocarlos” (p. 72). Tampoco es, pues, un amor platónico.
III
Otro de los temas
que García Márquez trata en esta novela es el del envejecimiento
del ser humano. Es en cierto modo tema secundario en relación con
el del amor, que es el principal, pero es igualmente de mucha importancia,
hasta el punto de ser una de las claves esenciales en el desarrollo del
relato. No es como en la excelente novela Viejo, de Adriano González
León, que fue escrita con el deliberado propósito de tratar
el tema, y en torno de este se teje todo lo demás. En la de García
Márquez el asunto del envejecimiento es más bien como un
telón de fondo, sobre el cual se desarrolla la trama novelesca
acerca del amor. Pero, por supuesto, entre ambos existe una permanente
interacción, pues el tema amoroso aquí tiene un valor peculiar,
precisamente porque se trata de un anciano de noventa años y una
niña de catorce, enamorados de una manera singular, como si ambos,
y no sólo ella, fuesen adolescentes.
El paso del tiempo se insinúa a cada momento, sin referencias directas,
pero con indicios precisos, como en el buen cine, desde el arranque de
la novela, cuando el anciano llama a Rosa Cabarcas, la vieja patrona de
burdel, y esta le dice: “Ay, mi sabio triste, te desapareces veinte
años y sólo vuelves para pedir imposibles” (p. 9).
Y luego, como mostrando que el transcurso del tiempo no ha sido inocuo,
y que son otros los valores y las costumbres, incluidos los relativos
al sexo, agrega: “Los únicos Virgos que van quedando en el
mundo son ustedes los de agosto” (p. 10).
Podría creerse sería lo lógico que un viejo de noventa
años que pretende celebrar su aniversario con una orgía
y la complicidad de una niña de catorce, que además era
virgen, no es sino un viejo verde, concupiscente y salaz. Pero no es así.
El mismo protagonista innominado sólo se conoce el apodo que una
vez le pusieron sus alumnos de Literatura: Mustio Collado, en referencia
a un verso de Rodrigo Caro en A las ruinas de Itálica:
“Estos, Fabio, ay dolor, que ves ahora, / campos de soledad, mustio
collado, / fueron un tiempo Itálica famosa”, que él
les recitaba con frecuencia en sus clases se encarga, también al
comienzo, de disipar tales sospechas: “aquel fue el principio de
una nueva vida a una edad en que la mayoría de los mortales están
muertos“(p. 10). Es decir, que él tenía conciencia
de su vejez, como se demuestra reiteradamente a lo largo de la novela.
Hay incluso un momento en que él mismo empieza a pasar revista
a su vida década por década: “empecé a medir
la vida no por años sino por décadas. La de los cincuenta
había sido decisiva porque tomé conciencia de que casi todo
el mundo era menor que yo. La de los sesenta fue la más intensa
por la sospecha de que ya no me quedaba tiempo para equivocarme. La de
los setenta fue temible por una cierta posibilidad de que fuera la última.
No obstante, cuando desperté vivo la primera mañana de mis
noventa años en la cama feliz de Delgadina, se me atravesó
la idea complaciente de que la vida no fuera algo que transcurre como
el río revuelto de Heráclito, sino una ocasión única
de voltearse en la parrilla y seguir asándose del otro costado
por noventa años más” (p. 103). (Delgadina es el nombre
postizo que el anciano le había puesto a la muchacha, evocando
un viejo romance español de tradición morisca, que ha dado
origen a tonadas, valses y obras de teatro, especialmente en México
y otros países centroamericanos).
Aquel personaje tiene, pues, conciencia de su vejez, y el proceso en que
esta se va desarrollando progresivamente se describe en la novela con
una gran precisión, en términos que cualquier lector de
más de cincuenta años podría apropiárselos:
“los síntomas del amanecer habían sido perfectos para
no ser feliz: me dolían los huesos desde la madrugada, me dolía
el culo, y había truenos de tormenta después de un mes de
sequía” (pp. 12/13). O bien: “Me acostumbré
a despertar cada día con un dolor distinto que iba cambiando de
lugar y forma a medida que pasaban los años” (p. 14). Y aún:
“empecé a sentir el peso de mis noventa años, y a
contar minuto a minuto los minutos de las noches que me hacían
falta para morirme” (p. 33). Y todavía más adelante:
“La verdad era que no podía con mi alma, y empezaba a tomar
conciencia de la vejez por mis flaquezas frente al amor”•
(p. 85).
Sin embargo, no se piense que esas “flaquezas frente al amor”
son de tipo físico o disfuncionales, pues si bien el anciano se
arrepiente es un decir de su propósito inicial de desvirgar una
niña como apoteosis de su nonagésimo aniversario, no es
porque le fallasen sus bríos viriles, sino por alguna otra causa
que transforma su rijosidad en ternura. Hay un pasaje en la novela que
dice claramente que no se trata de un episodio de impotencia: “Traté
de apartarle las piernas con mi rodilla por una tentación imprevista.
En las dos primeras tentativas se opuso con los muslos tensos. Le canté
al oído: La cama de Delgadina de ángeles está
rodeada. Se relajó un poco. Una corriente cálida me
subió por las venas, y mi lento animal jubilado despertó
de su largo sueño” (p. 31).
Además, él nunca se preocupó por el sexo desde el
punto de vista de la potencia erótica, porque se atenía
a lo que juzgaba una sabia realidad: “Mi edad sexual no me preocupó
nunca, porque mis poderes no dependían tanto de mí como
de ellas, y ellas saben el cómo y el porqué cuando quieren”
(p. 15).
IV
También
en relación con el estilo esta novela sigue siendo consecuentemente
garcíamarquiana. Lo primero que al respecto quisiera decir es que
en ella no hay nada de realismo mágico. Y en eso, contrariamente
a lo que pudiera pensarse, también García Márquez
se muestra consecuente con su escritura pasada. En tal sentido quiero
insistir en algo que en otras ocasiones he señalado, y es que en
realidad la única de sus novelas en que García Márquez
rinde tributo al realismo mágico es Cien años
de soledad, en un grado tal que esta novela bien puede tenerse
como el más notorio paradigma de esa tendencia estilística:
Cien años de soledad es por antonomasia
el realismo mágico. En sus restantes narraciones, novelas
y cuentos por igual, con insignificantes excepciones, García Márquez
se ubica mas bien dentro de lo real maravilloso, que es distinto
del realismo mágico, aunque algunos críticos y
teóricos de la literatura, más por capricho que con razones,
aún se empeñen en confundirlos o identificarlos, como si
fuesen dos denominaciones de un mismo fenómeno.
No voy a entrar, por supuesto, en la dilucidación de ese asunto,
sobre el cual he escrito decenas de páginas. Diré solamente
que mientras el realismo mágico es un procedimiento estilístico,
que se basa en una deformación intencional de la realidad natural
o social mediante recursos como la exageración (hipérbole),
o la grotesquización (conversión de la realidad en grotesca),
entre otros, lo real maravilloso, postulado en 1948 por Alejo
Carpentier, se limita a transcribir tal como es una realidad per se
insólita, sin exagerar ni grotesquizar nada, sino mostrando simplemente
las aristas insólitas, intrínsecamente maravillosas, de
esa realidad.
El
realismo mágico, en consecuencia, cuya formulación
inicial en relación con la narrativa la hizo Arturo Úslar
Pietri también en 1948, supone una invención fantasiosa
por el artista (el novelista en este caso), que de hecho convierte en
supuestamente mágico lo que de cierto no lo es, mientras que lo
real maravilloso elude la invención y la fantasía,
porque lo maravilloso de lo que narra o describe está en ello mismo,
y el artista es sólo una especie de fotógrafo o cronista
de aquella realidad, mediador entre esta y el lector, aunque para ello
se requieren, desde luego, rasgos especiales, dentro de una especial sensibilidad
estética, que no todo ser humano, aunque sea artista, posee.
Ahora bien, ¿qué hay de inventado o fantasioso, es decir,
de mágico, en lo que se narra y describe en Memorias
de mis putas tristes? La trama en su conjunto, es decir,
lo anecdótico puede haber sido inventado imaginativamente por García
Márquez, pero imaginación no es fantasía. Y lo que
allí se narra y describe, si bien puede parecer insólito
y maravilloso, es verosímil, es perfectamente real, en el sentido
de que aquellos hechos son creíbles, y aunque no hayan ocurrido
así en la vida real, muy bien pudieron haber ocurrido, porque no
hay nada en ellos que contraríe las leyes de la naturaleza y los
haga imposibles de ocurrir.
Lo mismo ocurre, mutatis mutandi, en las otras novelas de García
Márquez, salvo Cien años de soledad.
Sólo en esta hallamos innumerables personajes y episodios que no
pudieron haber sido u ocurrido como allí se los muestra, pero que
son personajes y episodios supuestamente mágicos, porque
el novelista tomó unos seres y unos sucesos de evidente realismo,
y los convirtió, con el solo recurso de la exageración hiperbólica,
en sobrenaturales, es decir, en mágicos, y por tanto en inexistentes,
salvo en lo que atañe a la existencia estética.
Compárese el innominado protagonista Mustio Collado de Memoria
de mis putas tristes con el José Arcadio Buendía
de Cien años de soledad, pongamos por
caso, y se verá claramente lo que quiero decir. En José
Arcadio Buendía, García Márquez toma un gigantón
forzudo, como los que se dan en cualquier parte, que causan asombro en
las demás personas, pero cuya existencia real se admite y se palpa,
y lo convierte en un ser descomunal, capaz de hazañas inverosímiles,
con un pene de dimensiones tan desmesuradas que, al exhibirlo sobre el
mostrador de la pulpería de Catarino se le veía literalmente
cubierto de letreros y tatuajes en diversos colores y en varios idiomas,
objeto de la admiración y codicia erótica de las mujeres
presentes. Y era además tan forzudo, que levantó en vilo
él solo el mostrador de la pulpería y lo echó a la
calle, y después se necesitaron doce hombres para poder volverlo
a su lugar.
Las hazañas de José Arcadio, por supuesto, hacen las delicias
de los lectores, pero ninguno cree en la realidad de su existencia. En
cambio, la hazaña del anciano de pretender desvirgar una niña
de catorce años en celebración de su nonagésimo cumpleaños,
que también deleita al lector, puede parecer insólita, pero
nadie va a dudar de su posibilidad.
Lo real maravilloso, pues, y no realismo mágico,
como en la mayoría de las novelas de García Márquez,
con la sola excepción de Cien años de soledad.
Otro de los rasgos estilísticos de esta novela que la marcan como
consecuentemente garcíamarquiana es el lenguaje, tantas veces señalado
como uno de los valores más connotativos de la obra de García
Márquez. Un lenguaje en que la prodigiosa combinación de
lo descriptivo y lo narrativo se resuelven en una tonalidad eminentemente
poética, perfectamente adecuada a la materia real maravillosa de
lo que narra y describe, de tal modo que materia y forma contenido y lenguaje
terminan fusionados, tan total y perfectamente que no se perciben los
puntos de fusión.
Destaca también el sentido lúdicro con que García
Márquez emplea el lenguaje en muchos pasajes de esta y de sus otras
novelas. Son numerosos los ejemplos que ilustran esta observación.
En Memoria de mis putas tristes, por ejemplo, entre muchos
otros recursos de este tipo se percibe un especial manejo del léxico,
al emplear vocablos peculiares, como el verbo recordar en su
acepción de despertarse registrada en el Diccionario de
la Real Academia Española (“El día de mis noventa
años había recordado, como siempre, a las cinco
de la mañana”. p. 12); el adjetivo sólito
(“el sólito lamento por los años idos”,
p. 13); el verbo honorar (“para que me ayudara a honorar
mi aniversario”, p. 15); el verbo disturbar (“se
movía descalza para no disturbarme mientras escribía”,
p. 17); el sustantivo mutandas como sinónimo de bragas
o pantaletas (“le bajé las mutandas hasta las rodillas”,
p. 17); el sustantivo camaján (“su patio era la
arcadia de la autoridad local, desde el gobernador hasta el último
camaján de alcaldía”, p. 22); el sustantivo
bocapiernas, formado sin duda sobre el modelo de bocamangas
(“Al final doblé hacia adentro las bocapiernas de
los pantalones”, p. 23); el sustantivo filipichín
(“dentro de mi atuendo de filipichín”, p.
25); el sustantivo anjeo (“con ventanas de anjeo para
los zancudos”, p. 28); el adjetivo pintorreteado (“la
cara pintorreteada a brocha gorda”, p. 29); el verbo aguaitar
(“sin censor que aguaite lo que escribo por encima
de mi hombro”, p. 37); el adjetivo avorazado (“Los
adolescentes de mi generación avorazados por la vida”,
p. 41); el sustantivo nochera (“En la silla estaba su traje
de nochera con lentejuelas y bordados”, p. 89); el sustantivo
estoperol (“son diamantes de vidrio y estoperoles
de hojalata”, p. 92); el sustantivo grajo: “su grajo
de amoníaco”, p. 103); el sustantivo frémito:
“casi me derribó por tierra el frémito de
la muerte”, p. 103.
Con excepción de mutandas, bocapiernas y pintorreteada,
todas estas palabras aparecen en el Diccionario de la Real
Academia Española. Casi todas son arcaísmos
o vocablos en desuso, o de uso regional o local. Forman parte del tesoro
lexical del idioma, y su empleo en obras como esta tiene un valor creativo
indiscutible. Mutandas es, sin duda, un italianismo, pues en
Italiano mutandes significa calzoncillos, y también bragas
o pantaletas. Bocapiernas es un neologismo, y puede ser una creación
de García Márquez, sobre el modelo, como ya dije, de bocamangas.
Pintorreteado supone un verbo hipotético, pintorretear,
no registrado en el DRAE, pero que es una epéntesis de pintorrear,
que sí aparece en el diccionario. En el DRAE tampoco está
el adjetivo avorazado, pero sí el verbo avorazar,
del cual deriva con toda propiedad.
En la misma línea estilística hallamos también algunas
metáforas ingeniosas y muy expresivas: “Dicho en romance
crudo, soy un cabo de raza sin méritos ni brillo” (p.
12); “la enorme luna de cobre” (p. 25); “mi
lento animal jubilado despertó de su largo sueño”
(p. 31); “a la luz conciliadora del amanecer” (p.
32); “se volvió hacia mí con un escorzo de gacela”
(p. 37); “una cabellera frondosa de oro alborotado”
(p. 38); “ella se debatió en una explicación pedregosa
que me pareció sincera” (p. 48); “un buque
lanzó un adiós desconsolado” (p. 54); “cuando
noté los primeros huecos de la memoria” (p. 14); “tenía
unos ojos de gata cimarrona” (p. 38); “La ciudad
adquiría por entonces una resonancia fantasmal” (p.
73); “Las mil y una noches en una edición
desinfectada para niños” (p. 76); “Me hizo
un examen minucioso de cuerpo entero con una concentración de orfebre”
(p. 106).
Y un valor estilístico no menos notorio, en esta novela como en
las otras de su autor, es el humor, sutilmente estructurado en aquella
fusión de materia y lenguaje de un modo que se equilibra entre
lo irónico, con su ingrediente de tipo satírico y social,
y lo meramente festivo. Hábilmente, además, García
Márquez distribuye las referencias humorísticas entre las
que postula el narrador que, por tratarse de una narración en primera
persona, es su propio protagonista, las que aportan los demás personajes
y las que brotan, en cierto modo de manera espontánea, de las situaciones
narradas o descritas. Son, por lo demás, referencias muy sencillas,
que aparecen con una gran fluidez, sin esfuerzo alguno ni retorcimientos
del lenguaje, como cuando el anciano protagonista le dice a la niña
amada, pensándolo más que diciéndolo, puesto que
ella está dormida, que un cuadro que ha colgado en la pared de
enfrente, para que lo vea al despertarse, “Lo pintó Figurita,
un hombre a quien quisimos mucho, el mejor bailarín de burdeles
que existió jamás, y de tan buen corazón que le tenía
lástima al diablo” (p. 64). O como cuando el mismo protagonista,
al producirse una noche en el burdel de Rosa Cabarcas el asesinato de
un prominente hombre público, describe su cadáver en términos
dramáticos al mismo tiempo que cómicos, de humor negro:
“El cadáver enorme, desnudo, pero con los zapatos puestos,
tenía una palidez de pollo al vapor en la cama empapada de sangre•”
(p. 78). Y unas líneas más allá agrega: “Más
que sus heridas me impresionó que tenía un preservativo
puesto y al parecer sin usar en el sexo desmirriado por la muerte”
(Ibídem). Y aun más adelante añade un comentario
entre irónico y sarcástico: “No se descartaba la sospecha
de que su pareja fuera otro hombre” (Ibídem).
Otras veces es Rosa Cabarcas la que dice una frase que hace reír.
Refiriéndose, por ejemplo, al sobrenombre de Delgadina que el anciano
le ha puesto a la muchacha, de la que rechaza saber el nombre verdadero,
le dice: “Bueno, al fin y al cabo es tuya, pero me parece un nombre
de diurético”. (p. 69).
En otras ocasiones, como ya dije, lo humorístico se desprende de
las situaciones, más que de las palabras propiamente, aunque, como
es obvio, aquellas son puestas de manifiesto mediante el lenguaje de alguno
de los personajes. Hay, por ejemplo, una escena intrínsecamente
cómica, en que el protagonista evoca un episodio de otro tiempo,
cuando en un momento de apremio acomete sexualmente a su sirvienta, Damiana,
por detrás: “Recuerdo que yo estaba leyendo La
lozana andaluza en la hamaca del corredor, y la vi por casualidad
inclinada en el lavadero con una pollera tan corta que dejaba al descubierto
sus corvas suculentas. Presa de una fiebre irresistible se la levanté
por detrás, le bajé las mutandas hasta las rodillas y la
embestí en reversa. Ay, señor, dijo ella, con un quejido
lúgubre, eso no se hizo para entrar sino para salir” (p.
17). Aquí lo cómico, primordialmente situacional, se constituye
con una pluralidad de elementos: los calificativos de suculentas para
las corvas de Damiana y de lúgubre para el quejido de
ella; la expresión “la embestí en reversa” y
la respuesta de ella ante la inesperada acometida.
V
Con
esta novela ya ha ocurrido lo que ocurre siempre con las de García
Márquez: la odiosa comparación con Cien años
de soledad, para llegar a la torpe conclusión de que el
genial novelista colombiano no ha logrado superar su obra maestra. La
verdad, no tiene por qué hacerlo. Cuando un autor escribe su obra
maestra a los cuarenta años no está condenado a pasar el
resto de su vida tratando de superarla. Cervantes publicó la primera
parte del Quijote en 1605, y la segunda en 1615.
Entre ambas produjo sus Novelas ejemplares,
pero nadie está autorizado a reclamar porque estas no superen su
obra magna. El Quijote se escribe una sola vez.
Bien pudo Cervantes no escribirlo nunca, y sus restantes novelas hubiesen
bastado para consagrarlo como el enorme escritor que fue. A la inversa,
pudo escribir sólo el Quijote y hubiese
ocurrido lo mismo. Es una necedad comparar cada obra de un autor con su
obra mayor, como para dar a entender que después de esta ese autor
se quedó estancado.
También han aparecido los inevitables cazagazapos, empeñados
en demostrar lo que todo el mundo sabe: que las obras de García
Márquez no son perfectas, ni él es un autor infalible. En
otra parte he escrito que lo que perturba un poco el gusto por las novelas
de Vargas Llosa es su perfección técnica y escritural, que
les comunica cierto grado de frialdad, mientras que uno de los mayores
atractivos de las de García Márquez son sus imperfecciones.
Esta vez se ha comenzado por cuestionar el título de la novela,
seguramente, aunque no lo confiesen los que lo hacen, por la presencia
allí, urticante e insolente, de la palabra puta. De ahí
pasan a señalar inconsecuencias sintácticas, defectos lexicales
e incongruencias. Un comentarista colombiano, sin dejar de elogiar la
novela esa es la táctica habitual llega a decir, entre otras cosas,
que en la frase “El día de mis noventa años había
recordado, como siempre, a las cinco de la mañana”,
debió escribir “El día de mis noventa años
me desperté, como siempre, a las cinco de la mañana”,
ignorando, el pobre, que el Diccionario de la Real Academia
registra el verbo recordar, en su 4ª acepción, como
sinónimo de despertarse, señalando por cierto ese
uso como propio de varios países, entre ellos Colombia. Otro quisquilloso
comentarista, que se identifica como corrector de pruebas eso que con
alegre pedantería llaman corrector de estilo, acumula
también gazapos en la novela, y magnánimamente se ofrece
para corregir los futuros originales de García Márquez antes
de ir a la imprenta, y advierte que sin cobrar nada.
Incongruencias, efectivamente, las hay en Memoria de mis putas
tristes, como en todas las obras de García Márquez.
Él mismo ha confesado, refiriéndose a otras de sus novelas,
que algunas son intencionales. En este caso no es sólo el señalar
que Jesucristo nació hace dos mil quinientos años, sino
también que la ubicación cronológica de la novela
se hace difícil, por ciertas referencias contradictorias.
Pero ¿qué importa todo eso? ¿Qué importancia
tienen el título supuestamente procaz, los errores de lenguaje
y las posibles incongruencias, si en conjunto la lectura de la novela
es una verdadera fiesta del espíritu?
No me cabe la menor duda de que Memoria de mis putas tristes
es una extraordinaria novela, que no desluce frente a las demás
de su autor. Ni de que García Márquez no sólo es
el más genial novelista vivo de lengua castellana, sino también
uno de los más grandes del mundo contemporáneo.
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