Las putas tristes de García Márquez
Alexis Márquez Rodríguez

I

El tema de la prostitución es relativamente viejo en la narrativa hispanoamericana. Por una feliz coincidencia, las dos primeras novelas que tratan el tema aparecieron el mismo año, 1902, Santa, del mexicano Federico Gamboa (1864-1939), y Juana Lucero, del chileno Augusto Dhalmar (1880-1950). Ambas novelas narran la vida de sendas prostitutas y describen el mundo del prostíbulo. Las dos, además, muestran una clara influencia de Emilio Zola y el Naturalismo. La protagonista de Juana Lucero, por ejemplo, en algún momento de la narración adopta el nombre de Naná, como el personaje que da título a una de las más celebradas novelas de Zola.
Después vinieron otras, como Nacha Regules (1919), del argentino Manuel Gálvez (1882-1962), también bajo la clara influencia de Zola. Pero, en realidad, en Hispanoamérica el tema de la prostitución y de la vida de las prostitutas ha sido por muy largo tiempo una especie de tabú, por lo que hay pocas novelas importantes que traten de ello.
En Venezuela el primero en meterse a fondo en el tema fue Guillermo Meneses (1911-1978), primero con su novela corta La balandra Isabel llegó esta tarde (1934), pero sobre todo con su cuento La mano junto al muro (1951).

II

De ahí que la más reciente novela de Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes, haya despertado un gran interés, además del que habitualmente causan todas sus escrituras. El solo hecho de poner en su título la palabra puta, con todas sus letras, ha causado tal impacto, que casi podría decirse que ha armado un escándalo. ¿Intencionalmente? Quizás. Y digo casi, porque hace tiempo estoy convencido de que hoy en materia de literatura no hay nada que sea capaz de causar un verdadero escándalo.
Pero lo más curioso es que, a pesar de esa palabra en el título, esta novela de García Márquez no es propiamente sobre la prostitución y la vida de las prostitutas. De ello se habla allí, por supuesto. Se mencionan varias putas relacionadas con el protagonista, y no es nada aventurado ni indiscreto decir que tales referencias son evidentemente autobiográficas. También, aunque en menor medida, se habla del ambiente del prostíbulo. Sin embargo, no hay duda de que el tema central de la novela es el amor, no importa que para ello el novelista se valga de la relación, en cierto modo anormal, entre un anciano de noventa años y una puta adolescente, de la cual, por cierto, es dable dudar que pueda llamársele realmente puta. La niña atraviesa toda la novela siendo virgen, hasta el final. Y cabe preguntarse, ¿puede ser puta una virgen? O a la inversa: ¿puede ser virgen una puta? Novela de amor, pues esto ya lo han dicho otros, y yo agrego que de la ternura.
Aquella relación comienza siendo un simple caso de prostitución: el anciano quiere celebrar sus noventa años con una especie de orgía prostibularia, “una noche libertina” como él mismo dice (p. 15), pero con una virgen, y para ello recurre a una vieja amiga patrona de burdel. Parece evidente que aquel anciano, que ha sido un insigne y experimentado putañero, nunca se había acostado con una virgen, y no quiere irse del mundo sin hacerlo aunque fuese un vez. Sólo que, desde la primera noche, el anciano sufre podría decirse de una crisis de ternura al ver la niña desnuda y dormida, y prefiere dedicarse a su contemplación así, dormida y desnuda, noche tras noche, durante todo un año.
Pero esa inocente contemplación mucho más que un simple acto de voyeurismo se va trocando en amor, puesto de manifiesto en aquel nonagenario casi como un amor de adolescente. Y de hecho lo es, porque a su edad nunca antes se había enamorado de verdad. Él mismo lo confiesa: “Hoy sé que no fue una alucinación sino un milagro más del primer amor de mi vida a los noventa años”• (p. 62).
Mas aquel amor, que en un anciano no tiene por qué sorprender, prende también en la muchacha, algo menos verosímil: “Esa pobre criatura está lela de amor por ti” le dice Rosa Cabarcas, su vieja amiga patrona de burdel (p. 109).
Al final de la novela, muy garcíamarquiano, como toda ella, queda un tanto en suspenso lo que podría ocurrir después, sutilmente sugerido: “Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años”, dice justo al cierre del relato su protagonista.
Aquel amor se da en el anciano con una fuerza arrolladora, como un amor adolescente, tal como ya dije. En un pasaje de la novela el protagonista confiesa: “Era tal mi desvarío, que en una manifestación estudiantil con piedras y botellas, tuve que sacar fuerzas de flaqueza para no ponerme al frente con un letrero que consagrara mi verdad: Estoy loco de amor.” (p. 66/67). Y en otra ocasión describe su amor, ya más en el plano erótico, con una intensidad admirable: “la besé por todo el cuerpo hasta quedarme sin aliento: la espina dorsal, vértebra por vértebra, hasta las nalgas lánguidas, el costado del lunar, el de su corazón inagotable. A medida que la besaba aumentaba el calor de su cuerpo y exhalaba una fragancia montuna. Ella me respondió con vibraciones nuevas en cada pulgada de su piel, y en cada una encontré un gemido nuevo, y toda ella resonó por dentro con un arpegio y sus pezones se abrieron en flor sin tocarlos” (p. 72). Tampoco es, pues, un amor platónico.

III

Otro de los temas que García Márquez trata en esta novela es el del envejecimiento del ser humano. Es en cierto modo tema secundario en relación con el del amor, que es el principal, pero es igualmente de mucha importancia, hasta el punto de ser una de las claves esenciales en el desarrollo del relato. No es como en la excelente novela Viejo, de Adriano González León, que fue escrita con el deliberado propósito de tratar el tema, y en torno de este se teje todo lo demás. En la de García Márquez el asunto del envejecimiento es más bien como un telón de fondo, sobre el cual se desarrolla la trama novelesca acerca del amor. Pero, por supuesto, entre ambos existe una permanente interacción, pues el tema amoroso aquí tiene un valor peculiar, precisamente porque se trata de un anciano de noventa años y una niña de catorce, enamorados de una manera singular, como si ambos, y no sólo ella, fuesen adolescentes.
El paso del tiempo se insinúa a cada momento, sin referencias directas, pero con indicios precisos, como en el buen cine, desde el arranque de la novela, cuando el anciano llama a Rosa Cabarcas, la vieja patrona de burdel, y esta le dice: “Ay, mi sabio triste, te desapareces veinte años y sólo vuelves para pedir imposibles” (p. 9). Y luego, como mostrando que el transcurso del tiempo no ha sido inocuo, y que son otros los valores y las costumbres, incluidos los relativos al sexo, agrega: “Los únicos Virgos que van quedando en el mundo son ustedes los de agosto” (p. 10).
Podría creerse sería lo lógico que un viejo de noventa años que pretende celebrar su aniversario con una orgía y la complicidad de una niña de catorce, que además era virgen, no es sino un viejo verde, concupiscente y salaz. Pero no es así. El mismo protagonista innominado sólo se conoce el apodo que una vez le pusieron sus alumnos de Literatura: Mustio Collado, en referencia a un verso de Rodrigo Caro en A las ruinas de Itálica: “Estos, Fabio, ay dolor, que ves ahora, / campos de soledad, mustio collado, / fueron un tiempo Itálica famosa”, que él les recitaba con frecuencia en sus clases se encarga, también al comienzo, de disipar tales sospechas: “aquel fue el principio de una nueva vida a una edad en que la mayoría de los mortales están muertos“(p. 10). Es decir, que él tenía conciencia de su vejez, como se demuestra reiteradamente a lo largo de la novela. Hay incluso un momento en que él mismo empieza a pasar revista a su vida década por década: “empecé a medir la vida no por años sino por décadas. La de los cincuenta había sido decisiva porque tomé conciencia de que casi todo el mundo era menor que yo. La de los sesenta fue la más intensa por la sospecha de que ya no me quedaba tiempo para equivocarme. La de los setenta fue temible por una cierta posibilidad de que fuera la última. No obstante, cuando desperté vivo la primera mañana de mis noventa años en la cama feliz de Delgadina, se me atravesó la idea complaciente de que la vida no fuera algo que transcurre como el río revuelto de Heráclito, sino una ocasión única de voltearse en la parrilla y seguir asándose del otro costado por noventa años más” (p. 103). (Delgadina es el nombre postizo que el anciano le había puesto a la muchacha, evocando un viejo romance español de tradición morisca, que ha dado origen a tonadas, valses y obras de teatro, especialmente en México y otros países centroamericanos).
Aquel personaje tiene, pues, conciencia de su vejez, y el proceso en que esta se va desarrollando progresivamente se describe en la novela con una gran precisión, en términos que cualquier lector de más de cincuenta años podría apropiárselos: “los síntomas del amanecer habían sido perfectos para no ser feliz: me dolían los huesos desde la madrugada, me dolía el culo, y había truenos de tormenta después de un mes de sequía” (pp. 12/13). O bien: “Me acostumbré a despertar cada día con un dolor distinto que iba cambiando de lugar y forma a medida que pasaban los años” (p. 14). Y aún: “empecé a sentir el peso de mis noventa años, y a contar minuto a minuto los minutos de las noches que me hacían falta para morirme” (p. 33). Y todavía más adelante: “La verdad era que no podía con mi alma, y empezaba a tomar conciencia de la vejez por mis flaquezas frente al amor”• (p. 85).
Sin embargo, no se piense que esas “flaquezas frente al amor” son de tipo físico o disfuncionales, pues si bien el anciano se arrepiente es un decir de su propósito inicial de desvirgar una niña como apoteosis de su nonagésimo aniversario, no es porque le fallasen sus bríos viriles, sino por alguna otra causa que transforma su rijosidad en ternura. Hay un pasaje en la novela que dice claramente que no se trata de un episodio de impotencia: “Traté de apartarle las piernas con mi rodilla por una tentación imprevista. En las dos primeras tentativas se opuso con los muslos tensos. Le canté al oído: La cama de Delgadina de ángeles está rodeada. Se relajó un poco. Una corriente cálida me subió por las venas, y mi lento animal jubilado despertó de su largo sueño” (p. 31).
Además, él nunca se preocupó por el sexo desde el punto de vista de la potencia erótica, porque se atenía a lo que juzgaba una sabia realidad: “Mi edad sexual no me preocupó nunca, porque mis poderes no dependían tanto de mí como de ellas, y ellas saben el cómo y el porqué cuando quieren” (p. 15).

IV

También en relación con el estilo esta novela sigue siendo consecuentemente garcíamarquiana. Lo primero que al respecto quisiera decir es que en ella no hay nada de realismo mágico. Y en eso, contrariamente a lo que pudiera pensarse, también García Márquez se muestra consecuente con su escritura pasada. En tal sentido quiero insistir en algo que en otras ocasiones he señalado, y es que en realidad la única de sus novelas en que García Márquez rinde tributo al realismo mágico es Cien años de soledad, en un grado tal que esta novela bien puede tenerse como el más notorio paradigma de esa tendencia estilística: Cien años de soledad es por antonomasia el realismo mágico. En sus restantes narraciones, novelas y cuentos por igual, con insignificantes excepciones, García Márquez se ubica mas bien dentro de lo real maravilloso, que es distinto del realismo mágico, aunque algunos críticos y teóricos de la literatura, más por capricho que con razones, aún se empeñen en confundirlos o identificarlos, como si fuesen dos denominaciones de un mismo fenómeno.
No voy a entrar, por supuesto, en la dilucidación de ese asunto, sobre el cual he escrito decenas de páginas. Diré solamente que mientras el realismo mágico es un procedimiento estilístico, que se basa en una deformación intencional de la realidad natural o social mediante recursos como la exageración (hipérbole), o la grotesquización (conversión de la realidad en grotesca), entre otros, lo real maravilloso, postulado en 1948 por Alejo Carpentier, se limita a transcribir tal como es una realidad per se insólita, sin exagerar ni grotesquizar nada, sino mostrando simplemente las aristas insólitas, intrínsecamente maravillosas, de esa realidad.
El realismo mágico, en consecuencia, cuya formulación inicial en relación con la narrativa la hizo Arturo Úslar Pietri también en 1948, supone una invención fantasiosa por el artista (el novelista en este caso), que de hecho convierte en supuestamente mágico lo que de cierto no lo es, mientras que lo real maravilloso elude la invención y la fantasía, porque lo maravilloso de lo que narra o describe está en ello mismo, y el artista es sólo una especie de fotógrafo o cronista de aquella realidad, mediador entre esta y el lector, aunque para ello se requieren, desde luego, rasgos especiales, dentro de una especial sensibilidad estética, que no todo ser humano, aunque sea artista, posee.
Ahora bien, ¿qué hay de inventado o fantasioso, es decir, de mágico, en lo que se narra y describe en Memorias de mis putas tristes? La trama en su conjunto, es decir, lo anecdótico puede haber sido inventado imaginativamente por García Márquez, pero imaginación no es fantasía. Y lo que allí se narra y describe, si bien puede parecer insólito y maravilloso, es verosímil, es perfectamente real, en el sentido de que aquellos hechos son creíbles, y aunque no hayan ocurrido así en la vida real, muy bien pudieron haber ocurrido, porque no hay nada en ellos que contraríe las leyes de la naturaleza y los haga imposibles de ocurrir.
Lo mismo ocurre, mutatis mutandi, en las otras novelas de García Márquez, salvo Cien años de soledad. Sólo en esta hallamos innumerables personajes y episodios que no pudieron haber sido u ocurrido como allí se los muestra, pero que son personajes y episodios supuestamente mágicos, porque el novelista tomó unos seres y unos sucesos de evidente realismo, y los convirtió, con el solo recurso de la exageración hiperbólica, en sobrenaturales, es decir, en mágicos, y por tanto en inexistentes, salvo en lo que atañe a la existencia estética.
Compárese el innominado protagonista Mustio Collado de Memoria de mis putas tristes con el José Arcadio Buendía de Cien años de soledad, pongamos por caso, y se verá claramente lo que quiero decir. En José Arcadio Buendía, García Márquez toma un gigantón forzudo, como los que se dan en cualquier parte, que causan asombro en las demás personas, pero cuya existencia real se admite y se palpa, y lo convierte en un ser descomunal, capaz de hazañas inverosímiles, con un pene de dimensiones tan desmesuradas que, al exhibirlo sobre el mostrador de la pulpería de Catarino se le veía literalmente cubierto de letreros y tatuajes en diversos colores y en varios idiomas, objeto de la admiración y codicia erótica de las mujeres presentes. Y era además tan forzudo, que levantó en vilo él solo el mostrador de la pulpería y lo echó a la calle, y después se necesitaron doce hombres para poder volverlo a su lugar.
Las hazañas de José Arcadio, por supuesto, hacen las delicias de los lectores, pero ninguno cree en la realidad de su existencia. En cambio, la hazaña del anciano de pretender desvirgar una niña de catorce años en celebración de su nonagésimo cumpleaños, que también deleita al lector, puede parecer insólita, pero nadie va a dudar de su posibilidad.
Lo real maravilloso, pues, y no realismo mágico, como en la mayoría de las novelas de García Márquez, con la sola excepción de Cien años de soledad.
Otro de los rasgos estilísticos de esta novela que la marcan como consecuentemente garcíamarquiana es el lenguaje, tantas veces señalado como uno de los valores más connotativos de la obra de García Márquez. Un lenguaje en que la prodigiosa combinación de lo descriptivo y lo narrativo se resuelven en una tonalidad eminentemente poética, perfectamente adecuada a la materia real maravillosa de lo que narra y describe, de tal modo que materia y forma contenido y lenguaje terminan fusionados, tan total y perfectamente que no se perciben los puntos de fusión.
Destaca también el sentido lúdicro con que García Márquez emplea el lenguaje en muchos pasajes de esta y de sus otras novelas. Son numerosos los ejemplos que ilustran esta observación. En Memoria de mis putas tristes, por ejemplo, entre muchos otros recursos de este tipo se percibe un especial manejo del léxico, al emplear vocablos peculiares, como el verbo recordar en su acepción de despertarse registrada en el Diccionario de la Real Academia Española (“El día de mis noventa años había recordado, como siempre, a las cinco de la mañana”. p. 12); el adjetivo sólito (“el sólito lamento por los años idos”, p. 13); el verbo honorar (“para que me ayudara a honorar mi aniversario”, p. 15); el verbo disturbar (“se movía descalza para no disturbarme mientras escribía”, p. 17); el sustantivo mutandas como sinónimo de bragas o pantaletas (“le bajé las mutandas hasta las rodillas”, p. 17); el sustantivo camaján (“su patio era la arcadia de la autoridad local, desde el gobernador hasta el último camaján de alcaldía”, p. 22); el sustantivo bocapiernas, formado sin duda sobre el modelo de bocamangas (“Al final doblé hacia adentro las bocapiernas de los pantalones”, p. 23); el sustantivo filipichín (“dentro de mi atuendo de filipichín”, p. 25); el sustantivo anjeo (“con ventanas de anjeo para los zancudos”, p. 28); el adjetivo pintorreteado (“la cara pintorreteada a brocha gorda”, p. 29); el verbo aguaitar (“sin censor que aguaite lo que escribo por encima de mi hombro”, p. 37); el adjetivo avorazado (“Los adolescentes de mi generación avorazados por la vida”, p. 41); el sustantivo nochera (“En la silla estaba su traje de nochera con lentejuelas y bordados”, p. 89); el sustantivo estoperol (“son diamantes de vidrio y estoperoles de hojalata”, p. 92); el sustantivo grajo: “su grajo de amoníaco”, p. 103); el sustantivo frémito: “casi me derribó por tierra el frémito de la muerte”, p. 103.
Con excepción de mutandas, bocapiernas y pintorreteada, todas estas palabras aparecen en el Diccionario de la Real Academia Española. Casi todas son arcaísmos o vocablos en desuso, o de uso regional o local. Forman parte del tesoro lexical del idioma, y su empleo en obras como esta tiene un valor creativo indiscutible. Mutandas es, sin duda, un italianismo, pues en Italiano mutandes significa calzoncillos, y también bragas o pantaletas. Bocapiernas es un neologismo, y puede ser una creación de García Márquez, sobre el modelo, como ya dije, de bocamangas. Pintorreteado supone un verbo hipotético, pintorretear, no registrado en el DRAE, pero que es una epéntesis de pintorrear, que sí aparece en el diccionario. En el DRAE tampoco está el adjetivo avorazado, pero sí el verbo avorazar, del cual deriva con toda propiedad.
En la misma línea estilística hallamos también algunas metáforas ingeniosas y muy expresivas: “Dicho en romance crudo, soy un cabo de raza sin méritos ni brillo” (p. 12); “la enorme luna de cobre” (p. 25); “mi lento animal jubilado despertó de su largo sueño” (p. 31); “a la luz conciliadora del amanecer” (p. 32); “se volvió hacia mí con un escorzo de gacela” (p. 37); “una cabellera frondosa de oro alborotado” (p. 38); “ella se debatió en una explicación pedregosa que me pareció sincera” (p. 48); “un buque lanzó un adiós desconsolado” (p. 54); “cuando noté los primeros huecos de la memoria” (p. 14); “tenía unos ojos de gata cimarrona” (p. 38); “La ciudad adquiría por entonces una resonancia fantasmal” (p. 73); “Las mil y una noches en una edición desinfectada para niños” (p. 76); “Me hizo un examen minucioso de cuerpo entero con una concentración de orfebre” (p. 106).
Y un valor estilístico no menos notorio, en esta novela como en las otras de su autor, es el humor, sutilmente estructurado en aquella fusión de materia y lenguaje de un modo que se equilibra entre lo irónico, con su ingrediente de tipo satírico y social, y lo meramente festivo. Hábilmente, además, García Márquez distribuye las referencias humorísticas entre las que postula el narrador que, por tratarse de una narración en primera persona, es su propio protagonista, las que aportan los demás personajes y las que brotan, en cierto modo de manera espontánea, de las situaciones narradas o descritas. Son, por lo demás, referencias muy sencillas, que aparecen con una gran fluidez, sin esfuerzo alguno ni retorcimientos del lenguaje, como cuando el anciano protagonista le dice a la niña amada, pensándolo más que diciéndolo, puesto que ella está dormida, que un cuadro que ha colgado en la pared de enfrente, para que lo vea al despertarse, “Lo pintó Figurita, un hombre a quien quisimos mucho, el mejor bailarín de burdeles que existió jamás, y de tan buen corazón que le tenía lástima al diablo” (p. 64). O como cuando el mismo protagonista, al producirse una noche en el burdel de Rosa Cabarcas el asesinato de un prominente hombre público, describe su cadáver en términos dramáticos al mismo tiempo que cómicos, de humor negro: “El cadáver enorme, desnudo, pero con los zapatos puestos, tenía una palidez de pollo al vapor en la cama empapada de sangre•” (p. 78). Y unas líneas más allá agrega: “Más que sus heridas me impresionó que tenía un preservativo puesto y al parecer sin usar en el sexo desmirriado por la muerte” (Ibídem). Y aun más adelante añade un comentario entre irónico y sarcástico: “No se descartaba la sospecha de que su pareja fuera otro hombre” (Ibídem).
Otras veces es Rosa Cabarcas la que dice una frase que hace reír. Refiriéndose, por ejemplo, al sobrenombre de Delgadina que el anciano le ha puesto a la muchacha, de la que rechaza saber el nombre verdadero, le dice: “Bueno, al fin y al cabo es tuya, pero me parece un nombre de diurético”. (p. 69).
En otras ocasiones, como ya dije, lo humorístico se desprende de las situaciones, más que de las palabras propiamente, aunque, como es obvio, aquellas son puestas de manifiesto mediante el lenguaje de alguno de los personajes. Hay, por ejemplo, una escena intrínsecamente cómica, en que el protagonista evoca un episodio de otro tiempo, cuando en un momento de apremio acomete sexualmente a su sirvienta, Damiana, por detrás: “Recuerdo que yo estaba leyendo La lozana andaluza en la hamaca del corredor, y la vi por casualidad inclinada en el lavadero con una pollera tan corta que dejaba al descubierto sus corvas suculentas. Presa de una fiebre irresistible se la levanté por detrás, le bajé las mutandas hasta las rodillas y la embestí en reversa. Ay, señor, dijo ella, con un quejido lúgubre, eso no se hizo para entrar sino para salir” (p. 17). Aquí lo cómico, primordialmente situacional, se constituye con una pluralidad de elementos: los calificativos de suculentas para las corvas de Damiana y de lúgubre para el quejido de ella; la expresión “la embestí en reversa” y la respuesta de ella ante la inesperada acometida.

V

Con esta novela ya ha ocurrido lo que ocurre siempre con las de García Márquez: la odiosa comparación con Cien años de soledad, para llegar a la torpe conclusión de que el genial novelista colombiano no ha logrado superar su obra maestra. La verdad, no tiene por qué hacerlo. Cuando un autor escribe su obra maestra a los cuarenta años no está condenado a pasar el resto de su vida tratando de superarla. Cervantes publicó la primera parte del Quijote en 1605, y la segunda en 1615. Entre ambas produjo sus Novelas ejemplares, pero nadie está autorizado a reclamar porque estas no superen su obra magna. El Quijote se escribe una sola vez. Bien pudo Cervantes no escribirlo nunca, y sus restantes novelas hubiesen bastado para consagrarlo como el enorme escritor que fue. A la inversa, pudo escribir sólo el Quijote y hubiese ocurrido lo mismo. Es una necedad comparar cada obra de un autor con su obra mayor, como para dar a entender que después de esta ese autor se quedó estancado.
También han aparecido los inevitables cazagazapos, empeñados en demostrar lo que todo el mundo sabe: que las obras de García Márquez no son perfectas, ni él es un autor infalible. En otra parte he escrito que lo que perturba un poco el gusto por las novelas de Vargas Llosa es su perfección técnica y escritural, que les comunica cierto grado de frialdad, mientras que uno de los mayores atractivos de las de García Márquez son sus imperfecciones.
Esta vez se ha comenzado por cuestionar el título de la novela, seguramente, aunque no lo confiesen los que lo hacen, por la presencia allí, urticante e insolente, de la palabra puta. De ahí pasan a señalar inconsecuencias sintácticas, defectos lexicales e incongruencias. Un comentarista colombiano, sin dejar de elogiar la novela esa es la táctica habitual llega a decir, entre otras cosas, que en la frase “El día de mis noventa años había recordado, como siempre, a las cinco de la mañana”, debió escribir “El día de mis noventa años me desperté, como siempre, a las cinco de la mañana”, ignorando, el pobre, que el Diccionario de la Real Academia registra el verbo recordar, en su 4ª acepción, como sinónimo de despertarse, señalando por cierto ese uso como propio de varios países, entre ellos Colombia. Otro quisquilloso comentarista, que se identifica como corrector de pruebas eso que con alegre pedantería llaman corrector de estilo, acumula también gazapos en la novela, y magnánimamente se ofrece para corregir los futuros originales de García Márquez antes de ir a la imprenta, y advierte que sin cobrar nada.
Incongruencias, efectivamente, las hay en Memoria de mis putas tristes, como en todas las obras de García Márquez. Él mismo ha confesado, refiriéndose a otras de sus novelas, que algunas son intencionales. En este caso no es sólo el señalar que Jesucristo nació hace dos mil quinientos años, sino también que la ubicación cronológica de la novela se hace difícil, por ciertas referencias contradictorias.
Pero ¿qué importa todo eso? ¿Qué importancia tienen el título supuestamente procaz, los errores de lenguaje y las posibles incongruencias, si en conjunto la lectura de la novela es una verdadera fiesta del espíritu?
No me cabe la menor duda de que Memoria de mis putas tristes es una extraordinaria novela, que no desluce frente a las demás de su autor. Ni de que García Márquez no sólo es el más genial novelista vivo de lengua castellana, sino también uno de los más grandes del mundo contemporáneo.


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