Cartas de amor de Octavio Paz

Héctor de Mauleón

Foto tomada de Biografía Visual de Elena Garro. Ed. Castillo, 2000.Entre julio y octubre de 1935, el poeta Octavio Paz escribió más de veinte cartas de amor que hasta la fecha no han sido publicadas. El destinatario era la “Srita. Helena Garro. Campeche 130. Ciudad.” Fueron escritas desde un territorio de exaltación donde convivían, alternativamente, el triunfo y la derrota, el júbilo y la tristeza, la llama roja de la pasión, y la otra llama, “azul y trémula”, del amor. Paz acababa, en ese tiempo, de cumplir 21 años. Lo que vivió durante el periodo febril en que redactó las casi 170 páginas que integran la correspondencia, encierra, en germen, el compendio de sus obsesiones y preocupaciones poéticas: en esas misivas que han permanecido inéditas desde hace prácticamente 70 años, y a las que tuvo acceso Confabulario, se halla la primera articulación de una serie de temas sobre los que Paz habría de volver una y otra vez a lo largo de su vida. El amor como comunión. La pasión como forma de conocimiento. El deseo, la soledad, la enajenación. Todo lo que luego sería vertido en Raíz del hombre (1937) y Bajo tu clara sombra (1941), entre otros libros de poemas, y que halló su redacción final en La llama doble (1993), una obra publicada 58 años más tarde.
 

El amor como educación

El 21 de julio de 1935, Goering desataba en Alemania una de las más crudas persecuciones verificadas hasta entonces contra comunistas y judíos: un clima de incertidumbre permeaba aquel domingo la primera plana de los diarios. En San Diego, California, el ex presidente Plutarco Elías Calles concedía una entrevista en la que confesaba su deseo de volver, “aunque alejado de la política”, al país gobernado por
Lázaro Cárdenas. Ese mismo día —de calor intenso—, en el cine Balmori se proyectó el clásico de Boris Karloff, La novia de Frankenstein. Mientras en una banca de Reforma un médico enfermo de amores se pegaba un tiro en el corazón (“no es posible seguir buscando soluciones inútiles a problemas imposibles”, había escrito en una carta que se le encontró en el bolsillo), Octavio Paz, encerrado en su biblioteca, garrapateaba seis cuartillas febriles.
Hacía sólo veinte minutos que se había separado de Elena Garro (“Helena con H”, insistía él, “como una especie de amorosa contraseña, de signo entre nosotros”), a consecuencia de una discusión provocada por los celos (ella había confesado cierta inclinación por uno de sus primos, Pedro Miller). De camino a su casa, Paz tuvo un desgarramiento interior que le hizo sospechar que su voluntad había dejado de ser la suya. “Te amo coléricamente cuando recuerdo mi antiguo yo, el yo que ya no soy y que no reconozco”, le escribió esa tarde. Días después, le confió: “El amor ha ido devastando mi alma de tal modo que ahora ya no soy sino tu amor”.
El padre del poeta había muerto trágicamente, en 1934, a consecuencia del alcoholismo:

Del vómito a la sed
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre las llamas.
Por los durmientes y los rieles
de una estación de rocas y de polvo
una tarde juntamos sus pedazos.
(Pasado en claro, 1974)

Paz se creía ligado, desde aquella tarde, a una serie de cosas oscuras y decadentes, a un designio de muerte y amargura, “como si sólo fuera el depositario de palabras ásperas”. La llegada de Elena Garro, sin embargo, le hizo descubrir que había nacido a otras cosas. “Desde tus labios, desde tu rostro, bajo tu pelo, soy un niño y cada día es como un nuevo nacimiento”, confesó.
En una entrevista concedida a la investigadora Patricia Rosas Lopátegui, Garro recordó la noche en que se vieron por primera vez. Ella, lejos aún de convertirse en una de las escritoras mexicanas más notables del siglo XX, asistía a su “primer baile” en casa de unas parientas. Paz (lejano también del Nobel de Literatura, aunque cerca ya de las letras y la poesía) se desprendió de pronto de un grupo de amigos y la invitó a bailar. Elena tenía 15 años. “Bailé con él y fue tan malcriado. Me dijo: ‘Usted es una puritana, ¿vino con el pastor?’ (...) Yo me enfadé. Le dije: ‘Haga el favor de sentarme’. ‘No, ¿por qué?’ Entonces me fui a sentar y le dije a Pedro (Miller): ‘Vámonos, vámonos de aquí’ (...) Nos salimos y Octavio desde la ventana le gritaba: ‘Oye, presbítero, no te la lleves’”. A partir de esa noche, al terminar sus clases en la Facultad de Leyes, y antes de llegar a su empleo como escribiente en el Archivo de la Nación, el poeta rondaba el edificio de la preparatoria, buscando a Elena. “Me salía por todas las esquinas”, afirmó ella.
Paz había publicado ya su primer libro de poemas, Luna silvestre (1933), y participado en la fundación de dos revistas, Barandal y Cuadernos del Valle de México. Rafael Alberti lo había felicitado un año antes por la búsqueda de lenguaje, visible desde sus primeras letras. Frecuentaba a Jorge Cuesta y otros miembros del grupo Contemporáneos. Junto con sus compañeros José Bosch, Rafael López Malo, Salvador Toscano, Rafael Solana y José Alvarado, descubría la ciudad, la amistad, el alcohol y el sexo. “Un poco de sangre en palabras quiero que sean mis poemas”, le dijo una tarde a Garro.
El padre de Elena, sin embargo, no estaba satisfecho con el noviazgo. La diferencia de edades y el carácter soberbio de Octavio le hacían mirarlo con malos ojos. La propia Garro albergaba dudas sobre la conveniencia de seguir adelante:
“Me sentía muy incómoda con él, porque como era tan pedante (...) me criticaba mucho (...) que la mujer no debía estudiar, que la mujer era el reposo del guerrero, que lo decían los alemanes y que tenían razón.”
Con todo, la relación había crecido vertiginosamente aunque, protestaba Paz, los Garro intentaban sacrificar su amor en aras de “las normas”. En ese clima se encerró en la biblioteca y, a vuelapluma, redactó la carta del 21 de julio, la primera que se conserva. “No quiero que pienses en mí con repulsión, como pecado —escribió—. Hay que amar nuestros pecados, que esa es la única manera de salvarnos, reconociéndonos en ellos, ennobleciéndolos.”
Párrafos abajo, y en sólo siete líneas, Paz inauguró en papel la que iba a convertirse en una de sus obsesiones centrales: “Quizá hemos olvidado un poco lo que hablamos una tarde: el amor como educación (en el sentido divino de la palabra), y sólo lo conocemos como pasión o como fuga de las costumbres.”
El joven poeta comprendía desde entonces que la inteligencia era una forma sutil de la desdicha. “Nos devoran los pensamientos, nos destruyen y luego nos rehacen en una carne sin piel, a flor las venas y la sangre, heridas por todos los rumbos del aire (...) La inteligencia no nos cura nunca: nos desnuda las cosas, nos las hace más crudas, más claras”. En cambio, el conocimiento que a través de Elena había podido adquirir, le permitía saber: “penetrar amorosamente en las cosas”.
“El amor —escribió— convierte el mundo frío e insensible de la naturaleza en un nuevo mundo religioso, empapado de Dios.”
Paz quería conocer ese mundo. Decía que en su naturaleza estaba la necesidad de alcanzar las últimas realidades. “Siento un irrefrenable deseo de descender a mí mismo: ‘siempre hay zonas de podredumbre en las almas más puras’ (...) pero creo necesaria esa oscuridad de ciertas cosas para que resplandezcan otras. La pureza es eso: encontrar nuestro rostro oculto, divino rostro escondido, que nos haga conscientes de nuestra miseria, para elevarla (...) Es una etapa natural hacia el verdadero bien: el bien que ya no es el nuestro, sino la voluntad de Dios”.

El pan envenenado

Escritas “de primera intención”, con una caligrafía tumultuosa que suele apoderarse de un extremo a otro de la página, las cartas prodigan con frecuencia palabras o líneas ilegibles. “¡Qué mal escribo! ¡Mi letra es imposible!”, se queja algunas veces el autor. Sin embargo, revelan lo suficiente para mostrar a un nuevo Paz: un Paz exaltado, juvenil, ingenuo, que sólo será conocido cuando la correspondencia sea reproducida en su totalidad.
Las páginas que el poeta escribía en la biblioteca, o bien en su escritorio del Archivo, burlando la vigilancia de jefes y compañeros, fluyeron casi diariamente por entrega inmediata a Campeche 130.
Contienen pocas descripciones del “mundo exterior”. Omiten prácticamente todo comentario sobre las dos preocupaciones que, según sus apuntes autobiográficos, Paz tenía por entonces: la poesía y la política.
Tampoco hacen grandes referencias a la vida cotidiana: aluden a largos paseos en los parques, a tardes transcurridas en salones de té (“sin leche, porque es muy cursi”), a noches de conciertos en que Beethoven estremecía con el Claro de luna, y a eventuales visitas a Cinelandia (“El cine de las películas cortas”, según la publicidad de entonces).
También, a la imagen de Octavio bajo la lluvia, esperando “como un limosnero”, frente a la ventana de Garro, la aparición de esa “noticia azul que nos espera dentro del alma”.
En cambio, se centran en los desacuerdos de la pareja y la exploración que, a partir del amor, Paz hacía de sí mismo y del mundo.
“Creces, surges, fuera, dentro, impalpable, en el aire y el alma —un alma como aire mecido en música con un tacto de luz—; no tu presencia física, sino el clima alucinado que te rodea, la atmósfera que no respiras, sino que te ilumina y penetra, el estremecimiento que te anuncia. Doy gracias a Dios porque existes.”

El 22 de julio, ese Paz exaltado lamentó que los Garro obraran “de acuerdo con el deber, de acuerdo con las ideas, con la espantosa rigidez de la moral”, y los acusó de no tener “la conciencia del pecado, ni siquiera el temor o el amor del pecado, sino (solamente) la idea del deber”.
“Porque ellos no pecan —escribió—, jamás se salvarán: no son capaces de derramar lágrimas verdaderas y luego reírse de sus propias lágrimas.
Esta capacidad, este genio terrible que nos hace sumergirnos en la sangre de la vida, es lo único que nos purifica verdaderamente. Lo demás es vivir (...) a orillas de la luz (...), es vivir entre sombras.”
De acuerdo con Paz, los Garro vivían presa de las convenciones, unas convenciones que ocultaban, como una máscara, el verdadero correr de la sangre. Años después, en 1957, en los versos cruciales de ese gran poema de madurez que es “Piedra de sol”, se refirió a las máscaras podridas que dividen al hombre de los hombres y al hombre de sí mismo. Afirmó que “amar es combatir”; postuló que “el mundo nace cuando dos se besan”; dijo que, frente a las normas, era “mejor comer el pan envenenado”. Hoy es posible saber que 22 años antes, en unas cartas desconocidas, escritas durante el verano de 1935, se halla la semilla de esos versos: “El temblor que nos sobrecoge es un temblor sagrado. Un hombre ama a una mujer y la besa: de ese beso nace un mundo”.

En medio del aire

Pero la demolición de un mundo, el mundo en que había crecido Elena Garro, no podía realizarse impunemente. El padre de Elena, que creía que Octavio sepultaría la vida artística e intelectual de su hija, y creía que éste no iba a perdonarle ser “más inteligente, más culta y más guapa que él”, decidió enviarla a un internado de monjas.
Octavio confesó luego que la noticia le había causado un dolor que no podía ser expresado: “Volvía, otra vez, a sentirme húerfano en la tierra dura (...) El dolor de perderte me recordó otra pérdida, el mundo me pareció desolado, y yo en medio de él como maldito”.
Escribió entonces una de las cartas más dolorosas que se conservan, un alegato encaminado a convencer a Elena de que los Garro estaban legislando en su conciencia y en su porvenir. “A nombre de una hipotética vida, de un futuro remoto, te arrebatan del presente (...) te arrebatan del círculo de tus afectos (...) te convierten el mundo en una prisión”.
Una mañana, en algún parque, Paz se las ingenió para entrevistarse con ella. Venía de una tarde de dolor y una noche de insomnio. Traía la cabeza repleta de discursos. Estaba seguro de haber encontrado los argumentos precisos para que ella se rebelara ante sus padres. Pero de pronto la miró (“tú, en medio del aire, un aire que te besaba”), y se encontró dispuesto a no decir nada. “Me daba dolor empañar esas horas con reflexiones, con lágrimas”. Se dejó llevar, “entregado a esa especie de embriaguez, de olvido, entre los árboles”, y flotó en una “ternura crecida en la alegría serena del sol y del Valle de México”.
Luego, comenzó a llover y la lluvia complicó las cosas. Paz se puso “difícil”; Elena se entristeció. Esa tarde, de regreso en su casa, el poeta le escribió de nuevo, para rogarle que humanizara a su familia.
“Ellos no tienen razón, pero aunque la tuvieran, debían arrepentirse, porque es horrible tener razón de este modo”.
Paz afirmaba que lo terrible de una carta “es que vamos nosotros mismos en ella”. El Paz que aquella tarde fue enviado a Campeche 130 era un Paz intranquilo y, en muchos sentidos, derruido.

El joven dios

El 29 de julio de 1935, consumido por las dudas, Paz volvió a sentirse en lucha consigo mismo. “En medio de esta alma devastada que es la mía, hay una evidencia: que te quiero. Pero este amor mío está acompañado de mil serpientes”, escribió.
Un día antes, la madre de Garro lo había recibido. No queda claro si fue a consecuencia de aquella visita, pero los planes de enviar a Elena al internado finalmente se vieron frustrados. La mujer, sin embargo, intentó convencer a Octavio de que suspendiera el noviazgo hasta que terminaran los cursos y Elena pasara de año. Paz tenía la esperanza de ser defendido por su novia. Pero ella permaneció fría a su lado. El poeta se llenó de desdén. Escribió: “Todo mi amor desesperado, de meses como años, de días como siglos, revertí en desdén: desdén de mí mismo, de mis sentimientos. No quería discutir, no quería ganar ni perder (...) Todo lo depositaste en otras manos, manos extrañas. Hoy en la tarde estaban disponiendo de mi corazón, de mis entrañas y yo los dejaba hacer”.
En esa misma carta deseó que Elena pasara de año, aunque la reprobara Dios. Luego añoró la correspondencia que había sido capaz de escribir cuando “mi amor no destruía mi estilo”. Finalmente, lanzó la oferta (que cumpliría sólo dos años más tarde) de reunir dinero suficiente para partir con ella a Europa.
“Olvídame, písame, que tu familia te quite de mi lado: te amo, no me importa lo demás (...) junto a esto lo demás es remoto. Yo no sé qué soy, y pronto enloqueceré o moriré porque es un pecado olvidar todo de esta manera.”
El 30 de julio volvió a llover y esa tarde, para Paz, el mundo dio un nuevo giro. Empapado y feliz, abordó el camión que lo conduciría a su casa. Una desconocida se contagió de su felicidad visible y le sonrió.
Él miraba por las ventanillas un mundo que era “como un fruto estremecido, bañado por la luz, entre mis manos”. Su madre se asustó de verlo tan eufórico. En la carta que escribió esa tarde confesó que había recordado a Goethe: “Yo era como un joven dios (...) un adolescente feliz y trémulo, que jugaba en la luz”. La razón: acababan de darle autorización para visitar a Elena en su casa. Esto le dio calma suficiente para entender que “el amor nos disuelve, pero esa disolución es fecunda: nos despoja de todo, nos hace ver que la definitiva raíz del hombre es su unión, la evidencia del amor. Y luego reconquistamos el mundo, iluminado por la ternura”.
En el tiempo en que las cartas le ayudaban a delinear sus pasiones (“lo que uno escribe es un documento, la huella de nuestra alma”), el poeta comenzó un diario íntimo del que hoy sólo se conservan fragmentos publicados en las revistas Taller, Tierra Nueva y El Hijo Pródigo. Ahí se encuentra un eco más de la experiencia vivida durante aquellos días.
En las notas correspondientes a agosto de 1935, se lee: “El amor nos entrega a la muerte, nos destruye y aniquila en su soplo indecible; pero de tal modo, con tal apasionada, cegadora caricia, que regresamos a la vida por el puro placer de morir otra vez”.

Descartes transformado

Paz dejaba las cartas de Elena junto a su cama. Así, lo primero que hallaba en la mañana era algo de ella. “De ese modo existes para mí, luego existo. Así he transformado a Descartes”, le escribió. Como en una novela, la correspondencia es la historia de varias transformaciones. Ahí subyace la transformación de Elena, su paso de adolescente a mujer (“perdías un mundo, el de tu adolescencia y el de tu soledad llena de sueños, pero estos sueños han sido sustituidos por otros: has penetrado en otro mundo”), y se advierte, también, la transformación de Paz, su lucha por rescatar las cosas de la vida subterránea, “de la pasión que se ignora hasta sí misma”, para llevarlas a lo que él llamaba “la luz de la humanidad”.
A lo largo de estas cartas, prácticamente línea a línea, Paz buscó su unidad perdida. Ligado “a un mundo sobrenatural y ardiente, el mundo sobrenatural de tu amor”, pudo aprender que sólo el amor, “al romper la soledad y fundirse en otra carne, en otra sangre, en otra alma”, es capaz de hacernos entender el mundo.
El 20 de agosto, en plena posesión de estas nociones, escribió: “La respuesta que ahora —como en relámpagos— entreveo del mundo, es una muda, inefable respuesta. Estoy mudo, y las palabras son impotentes.
Puedo decir cómo se llega, cuál es el camino de la gracia, y cuáles son los resultados de la presencia amorosa, pero no puedo decir lo que el mundo, tan silenciosamente, tan expresivamente, me dice a través de ti.”

Sin embargo, tal vez lo adivinó más tarde, el 15 de octubre de 1935, mientras los diarios daban pésimas noticias (18,000 etíopes muertos tras un bombardeo ordenado por Mussolini) y otra mujer enferma de amor tragaba estricnina en una banca de la Alameda de Santa María. Cuando Fernando Soler y María Teresa Montoya estrenaban en Bellas Artes la obra de teatro Camaradas y el cine Balmori proyectaba la película Hoy comienza la vida (Josefina Escobedo y Ramón Armengod). Cuando Paz volvió a encerrarse en la biblioteca, y lleno de luz, escribió:
“No quiero la tranquilidad que nace de estrangular mi propio corazón. No quiero la comodidad que consiste en sepultar mi dolor y mi alegría (...) Quiero saber de mí, por ti, imagen visible del mundo, forma en la que se equilibran todas las formas inefables de la tierra, voz de la tierra que hace visibles y cercanas todas las voluntades dispersas del universo, suspensas en ti (...) No quiero interrogar nada, no quiero saber qué significa. ¡Nos engañamos siempre! Pero quiero vivir en ese mundo apasionado donde pasan tantas cosas, donde el milagro es diario, y están juntas todas las fuerzas de la vida.”


publicado en Confabulario, suplemento de cultura de El Universal de México. Agradecemos a su director, Héctor de Mauleón, por autorizar su publicación en ZM.



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