GUILLERMO MARTÍNEZ

EL SUMIDERO DE DIOS

 


Volví a acordarme de esta pequeña historia cuando escuché hace poco a Stephen Hawking afirmar en un reportaje que la física llegará muy pronto, quizá en la primera década del milenio, a la teoría unificada de las leyes del universo, con la explicación definitiva, en términos matemáticos, del momento cero de la creación.
Volví a acordarme, en el momento en que el periodista le hacía la inevitable pregunta sobre el lugar que quedará para Dios, del curso de Cosmología que daba el profesor Katz, en la Facultad de Ciencias Exactas y del terror que infundía a sus alumnos. Katz había estudiado en Oxford con Roger Penrose, el director de tesis de Hawking, y en su breve regreso a la Argentina dictaba Cosmología como la materia final de la licenciatura en Física. Pronto se había hecho famoso por la rapidez con que llenaba pizarrones, por la fuerza con que partía las tizas mientras escribía y por la dificultad sobrehumana de los ejercicios que dejaba para resolver en las prácticas. Había pedido que su ayudante de cátedra fuera un matemático graduado y Pablo Marín, que era en esa época amigo mío, había accedido al traspaso. Pablo se divertía contándome en el bar de Ciudad Universitaria los sarcasmos de Katz y la desesperación de los alumnos frente a las fórmulas. Me contaba, sobre todo, de una chica algo mayor que los demás, que ya había desaprobado dos veces la materia y que lo seguía como una sombra a todas las consultas para preguntarle, con una fijeza obsesionada, uno por uno cada ejercicio.
El cuatrimestre pasó y llegaron las fechas de los finales. Pablo había fijado una última consulta una hora antes de la primera fecha de examen, aunque estaba casi seguro de que nadie se presentaría. Ese día, mientras almorzaba conmigo en el bar, le avisaron desde la secretaría que tenía una llamada de teléfono. Bajó demudado: la que había sido su novia histórica, de paso por Buenos Aires, quería volver a verlo. Me pidió que fuera en quince minutos hasta el aula del examen, para avisar en caso de que hubiera alguien que él no daría la clase y salió a grandes trancos hacia la parada de los colectivos.
Pedí otro café, dejé pasar el cuarto de hora y fui hasta el aula. Sólo había una chica junto a la tarima, que se balanceaba nerviosamente de pie, abrazando una carpeta negra: nunca la había visto antes, pero era sin duda la alumna de la que me había hablado Pablo. Cuando me acerqué vi que el brazo que cruzaba la carpeta estaba crispado, con el puño fuertemente cerrado, como si ocultara algo, y que el mentón le temblaba involuntariamente. Parecía a punto de castañetear. Tuve que decirle que Pablo no le daría la consulta. Se quedó por un momento abrumada, incapaz de hablar y me miró después implorante, como a una última tabla de salvación. Pero tal vez vos podrías ayudarme -me dijo-: sos también matemático, ¿no es cierto?, y abrió atropelladamente la carpeta, antes de que pudiera decirle nada. La práctica era justamente sobre la singularidad inicial en el origen del tiempo y tenía un título curioso: El sumidero de Dios; posiblemente otro sarcasmo de Katz. Debajo vi las ecuaciones más impenetrables sobre las que me tocó fijar la vista en toda mi carrera. La primera ocupaba tres renglones, y reconocí apenas dos o tres símbolos. Me di cuenta de que en una hora ni siquiera lograría entender la notación. Volví a alzar la vista y ella advirtió antes de que le dijera nada que su última esperanza se había desvanecido. Vi que temblaba y que su puño, que había quedado colgando a un costado, se apretaba convulsivamente. Me quedé por un instante petrificado: desde ese puño, por la juntura de los dedos, se formaba un hilo de sangre, que empezaba a gotear silenciosamente al piso sin que la chica pareciera advertirlo. Extendí la mano para aferrarle la muñeca y antes de que pudiera retirarla le abrí con mi otra mano los dedos. Lo que aquella estudiante de Física escondía, lo que había apretado hasta incrustarse en la palma, eran las puntas de metal de un crucifijo.

(Inédito)
Publicado en la revista Viva, Clarín, con el título 'Una cuestión de tiempo'


EL CUENTO COMO SISTEMA LÓGICO


Hay elementos en la estructura del cuento -posiblemente la brevedad, la rigurosidad- que llevan fácilmente a la tentación de enunciar reglas para el género y a imaginar posibles clasificaciones y decálogos. La suerte común que corren estos intentos es que o bien son demasiado vagos y generales como para tener algún interés o bien dejan escapar, cualquiera sea la cantidad de axiomas considerados y de precauciones tomadas, un exponente de cuento perfectamente legítimo y admirable que se burla de la ley. Y de la misma manera que en el libro "Las cien formas de decir NO a la prueba de amor", la respuesta número cien es SI, en todo decálogo del cuento la máxima número diez parece condenada a ser, como sugirió Abelardo Castillo: no tomen las nueve anteriores demasiado en serio.
Esta insuficiencia de todos los intentos de formalización puede conducir a la opinión teórica rápida y aliviada de que no hay en realidad preceptos a tener en cuenta a la hora de acometer un cuento. Y sin embargo, y esto lo sabe cualquiera que se haya puesto seriamente a la prueba, a poco de empezar se descubre que las leyes que uno creyó haber echado por la puerta volvieron por la ventana. Son leyes escurridizas, intangibles, que se reconocen en ejemplos particulares pero no se dejan abstraer con mucha generalidad ni enunciar fácilmente. Menciono dos que me parecen particularmente profundas. La primera la sugiere Borges por oposición en un párrafo en el que trata de establecer la distinción entre cuento y novela. Borges pasa por alto la diferencia más inmediata y superficial de la extensión y observa que lo que caracteriza a la novela es que la atención está centrada en los personajes, que lo que importa en una novela, por sobre todo, es la evolución de los personajes. En los cuentos lo primordial es la trama, los personajes sólo tienen importancia como nodos de esa trama y pierden, por lo tanto, grados de libertad.
La segunda la enuncia Ricardo Piglia en sus "Tesis sobre el cuento", en un artículo aparecido en "Clarín" hace algunos años. Dice allí que todo cuento es la articulación de dos historias, una que se cuenta sobre la superficie y otra subterránea, secreta, que el escritor hace emerger de a poco durante el transcurso del cuento y sólo termina de revelar por completo en el final. Esta idea coincide con la imagen más frecuente que tengo yo del cuentista: un ilusionista que desvía la atención del público con una de sus manos mientras realiza su acto de magia con la otra. Un mérito adicional de esta aproximación es que permite mirar al cuento no como un objeto terminado, listo para los desarmaderos de los críticos, sino como un proceso vivo, desde su formación.
Una ligera variación sobre esta idea permite pensar al cuento como un sistema lógico. La palabra "lógica", deslizada en un contexto artístico, no debería provocar necesariamente sobresaltos: la lógica -que no debe confundirse con los rígidos silogismos del secundario ni con el fragmento binario que usa la matemática- ha probado ser una materia muy maleable. Desde el momento histórico en que el joven estudiante Lobachevsky, a principios de 1800, niega el quinto postulado de la geometría euclidiana creyendo que llegará a un absurdo y se asoma en cambio a un nuevo mundo geométrico, perfectamente extraño, pero perfectamente consistente, una revolución silenciosa estalla en el pensamiento humano. Desde entonces diferentes disciplinas y ramas del pensamiento se han dado su propia lógica. Así, el Derecho formaliza y trata de automatizar sus criterios de evidencia y validez, la matemática empieza a razonar con lógicas polivalentes, la psiquiatría hace ensayos para modelar la lógica de la esquizofrenia y los lavarropas incorporan la lógica difusa.
¿Qué es en definitiva un sistema lógico? Es un conjunto de presupuestos iniciales y una serie de reglas de deducción -pueden pensarse como reglas de juego- que permiten pasar con "legitimidad" de los presupuestos iniciales a enunciados nuevos. La variedad y diversidad de las lógicas depende fundamentalmente de las reglas de deducción elegidas. En la lógica intuicionista, por ejemplo, no se admiten las demostraciones por reducción al absurdo y en la lógica trivalente se puede afirmar y negar a la vez sin escándalo una misma proposición.
Mirados de cerca, también los cuentos operan y proceden dentro de este esquema. En efecto, todo cuento empieza, igual que las películas de terror, creando una ilusión de cierta normalidad, en el estado -digamos- del sentido común. Pero desde el principio, por definición, este estado está amenazado veladamente, dentro del pacto tácito entre el autor y el lector de que "algo va a pasar". Las primeras informaciones, que pueden parecer casuales, son aceptadas dentro de ese contexto de normalidad. Es decir, al principio del cuento la lógica de la ficción coincide -o quizá deba decir se disimula- bajo la lógica usual del sentido común.
En nuestro esquema los presupuestos iniciales son estas primeras informaciones que se disponen como las piezas de ajedrez sobre un tablero al principio de la partida. Pero por supuesto estos datos iniciales, que para el lector pueden aparecer más o menos intercambiables o aleatorios, no son cualesquiera para el escritor: lo que es contingente en la lógica inicial es necesario en la lógica de la ficción; le hacen falta al escritor en uno u otro sentido para un segundo orden que por el momento sólo él conoce. Este segundo orden está regido por otra lógica y todo el acto de prestidigitación, el juego de manos del cuentista, consiste en la transmutación y en la sustitución de la lógica inicial de la normalidad por esta segunda lógica ficcional que se va adueñando poco a poco de la escena y a partir de la cual debe deducirse el final -si las cosas han salido bien- como una fatalidad y no como una sorpresa. De este modo la idea de Piglia de las dos historias puede sustituirse por la idea -menos exigente y por eso, más general- de dos órdenes lógicos posibles, o más precisamente, de una lógica única que se desdobla en dos en el transcurso del cuento (*).
Hablé hasta aquí del escritor como un manipulador de lógicas más o menos astuto; pero también -a veces- el escritor es un artista. No hace mucho -y para volver a la imagen del ilusionista- vi en un programa de televisión a un viejo mago argentino al que le falta una mano, haciendo un show con cartas en Las Vegas. Estaba sentado en una mesa, con su única mano desnuda extendida sobre el tapete verde y rodeado completamente de personas que vigilaban desde todos los ángulos su rutina. La prueba era simple. Arrojaba de a una, boca arriba, seis cartas sobre la mesa, con los colores intercalados: rojo negro, rojo negro, rojo negro. Las recogía tal como habían quedado y cuando volvía a arrojarlas los colores se habían juntado: rojo rojo rojo, negro negro negro. No puede hacerse más lento, decía entonces. O quizá sí... quizá pueda hacerse más lento. Arrojaba entonces otra vez las cartas, más despaciosamente: rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro. Las recogía, y los colores habían vuelto a juntarse: rojo rojo rojo, negro negro negro. Y entonces se sonreía para sí y repetía otra vez esa frase: No puede hacerse más lento... o quizá sí, quizá pueda hacerse más lento. Este sería entre los escritores el artista: un ilusionista con una sola mano que siempre puede decir, bajo todos los ojos: o quizá sí, quizá pueda hacerse más lento.

* * *

Pensar al cuento de este modo, como un sistema lógico, permite también imaginar una explicación para la insuficiencia crónica de todas las reglas propuestas para el género. Es sabido que a los sistemas lógicos con un mínimo de complejidad les alcanza el teorema de incompletitud de Gödel. Este teorema, cuyo enunciado es matemático, pero cuyas consecuencias son filosóficas, dice justamente que los ejemplos generados a a partir de un conjunto finito de reglas -por más larga que sea la lista propuesta- no alcanzarán a agotar nunca el universo total de casos posibles. Esto muestra que pueden convivir perfectamente la idea de que los cuentos están regidos por leyes
con la idea de que es inútil intentar enunciar estas leyes de una manera general y definitiva.

Publicado en V de Vian (No 32) Febrero de 1998.


Agradecemos a Guillermo Martínez por autorizar la publicación de sus textos en ZM.





Guillermo Martínez
nació en Bahía Blanca el 29 de julio de 1962.

En 1984 se radicó en Buenos Aires. Es doctor en Ciencias Matemáticas, en la especialidad de Lógica.
En 1988 su segundo libro de cuentos, Infierno Grande, obtuvo el 1er. premio del Fondo de las Artes y fue publicado en 1989 por Editorial Legasa. Algunos de estos cuentos integraron posteriormente numerosas antologías, tanto en la Argentina, como en el extranjero.
En 1993 apareció su primera novela, Acerca de Roderer, (Planeta). En ese mismo año participó en el 1er. Foro Hispanoamericano de Escritores Jóvenes en Málaga y viajó a Oxford, donde residió dos años, con una beca externa del CONICET, para realizar un postdoctorado en matemática.
Acerca de Roderer fue publicada en España por Plaza&Janés, y también apareció en los EEUU, (St. Martin´s Press), en Noruega, y en Serbia.
En 1998 publicó su segunda novela, La mujer del maestro. Empezó a colaborar regularmente con artículos, cuentos y reseñas en La Nación, Clarín y Página 12. En 1999 residió durante dos meses en el Banff Centre for the Arts en Canadá, con una beca de la Fundación Antorchas. En los años 2000 y 2001 recibió becas para residencias en la colonia de artistas MacDowell, en los EEUU. En 2002 participó del programa internacional de escritores de la Universidad de Iowa.

En noviembre de 2003 publicó el libro de ensayos Borges y la matemática (Eudeba) y obtuvo el premio Planeta por su novela Crímenes imperceptibles. En la actualidad prepara un libro de ensayos: La fórmula de la inmortalidad.



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