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¿"Cómo
echar al canasto los palpitantes acontecimientos callejeros?" "Esclarecer
la verdad es acción moralizadora." |
EL
COMERCIO de Quito | "Anoche,
a las doce y media próximamente, el Celador de Policía No.451, que
hacía el servicio de esa zona, encontró, entre las calles Escobedo
y García, a un individuo de apellido Ramírez casi en completo estado
de postración. El desgraciado sangraba abundantemente por la nariz, e interrogado
que fue por el señor Celador dijo haber sido víctima de una agresión
de parte de unos individuos a quienes no conocía, sólo por haberles
pedido un cigarrillo. El Celador invitó al agredido a que le acompañara
a la Comisaría de turno con el objeto de que prestara las declaraciones
necesarias para el esclarecimiento del hecho, a lo que Ramírez se negó
rotundamente. Entonces, el primero, en cumplimiento de su deber, solicitó
ayuda de uno de los chaufferes de la estación más cercana de autos
y condujo al herido a la Policía, donde, a pesar de las atenciones del
médico, doctor Ciro Benavides, falleció después de pocas
horas. "Esta
mañana, el señor Comisario de la 6a. ha practicado las diligencias
convenientes; pero no ha logrado descubrirse nada acerca de los asesinos ni de
la procedencia de Ramírez. Lo único que pudo saberse, por un dato
accidental, es que el difunto era vicioso. "Procuraremos
tener a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a propósito de
este misterioso hecho." No decía más la crónica roja
del Diario de la Tarde. Yo
no sé en qué estado de ánimo me encontraba entonces. Lo cierto
es que reí a satisfacción. ¡Un hombre muerto a puntapiés!
Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mí podía
suceder. Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente
el Diario, pero acerca de mi hombre no había una línea. Al siguiente
tampoco. Creo que después de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido
entre Escobedo y García. Pero
a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por todas partes
la frase hilarante: ¡Un hombre muerto a puntapiés! Y todas las letras
danzaban ante mis ojos tan alegremente que resolví al fin reconstruir la
escena callejera o penetrar, por lo menos, en el misterio de por qué se
mataba a un ciudadano de manera tan ridícula. Caramba,
yo hubiera querido hacer un estudio experimental; pero he visto en los libros
que tales estudios tratan sólo de investigar el cómo de las cosas;
y entre mi primera idea, que era ésta, de reconstrucción, y la que
averigua las razones que movieron a unos individuos a atacar a otro a puntapiés,
más original y beneficiosa para la especie humana me pareció la
segunda. Bueno, el por qué de las cosas dicen que es algo incumbente a
la filosofía, y en verdad nunca supe qué de filosófico iban
a tener mis investigaciones, además de que todo lo que lleva humos de aquella
palabra me anonada. Con todo, entre miedoso y desalentado, encendí mi pipa.
-Esto es esencial, muy esencial. La
primera cuestión que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos
es la del método. Esto lo saben al dedillo los estudiantes de la Universidad,
los de los Normales, los de los Colegios y en general todos los que van para personas
de provecho. Hay dos métodos: la deducción y la inducción
(véase Aristóteles y Bacon). El primero, la deducción me
pareció que no me interesaría. Me han dicho que la deducción
es un modo de investigar que parte de lo más conocido a lo menos conocido.
Buen método: lo confieso. Pero yo sabía muy poco del asunto y había
que pasar la hoja. La inducción es algo maravilloso. Parte de lo menos
conocido a lo más conocido... ¿Cómo es? No lo recuerdo bien...
En fin, ¿quién es el que sabe de estas cosas?) Si he dicho bien,
este es el método por excelencia. Cuando se sabe poco, hay que inducir.
Induzca, joven. Ya
resuelto, encendida la pipa y con la formidable arma de la inducción en
la mano, me quedé irresoluto, sin saber qué hacer. -Bueno,
y ¿cómo aplico este método maravilloso? -me pregunté.
¡Lo
que tiene no haber estudiado a fondo la lógica! Me iba a quedar ignorante
en el famoso asunto de las calles Escobedo y García sólo por la
maldita ociosidad de los primeros años. Desalentado,
tomé el Diario de la Tarde, de fecha 13 de enero -no había apartado
nunca de mi mesa el aciago Diario- y dando vigorosos chupetones a mi encendida
y bien culotada pipa, volví a leer la crónica roja arriba copiada.
Hube de fruncir el ceño como todo hombre de estudio -¡una honda línea
en el entrecejo es señal inequívoca de atención! Leyendo,
leyendo, hubo un momento en que me quedé casi deslumbrado. Especialmente
el penúltimo párrafo, aquello de "Esta mañana, el señor
Comisario de la 6a...." fue lo que más me maravilló. La frase
última hizo brillar mis ojos: "Lo único que pudo saberse, por
un dato accidental, es que el difunto era vicioso." Y yo, por una fuerza
secreta de intuición, que Ud. no puede comprender, leí así:
ERA VICIOSO, con letras prodigiosamente grandes. Creo
que fue una revelación de Astartea. El único punto que me importó
desde entonces fue comprobar qué clase de vicio tenía el difunto
Ramírez. Intuitivamente había descubierto que era... No, no lo digo
para no enemistar su memoria con las señoras... Y
lo que sabía intuitivamente era preciso lo verificara con razonamientos,
y si era posible, con pruebas. Para
esto, me dirigí donde el señor Comisario de la 6a. quien podía
darme los datos reveladores. La autoridad policial no había logrado aclarar
nada. Casi no acierta a comprender lo que yo quería. Después de
largas explicaciones me dijo, rascándose la frente: -¡Ah!,
sí... El asunto ese de un tal Ramírez... Mire que ya nos habíamos
desalentado... ¡Estaba tan oscura la cosa! Pero, tome asiento; por qué
no se sienta señor... Como Ud. tal vez sepa ya, lo trajeron a eso de la
una y después de unas dos horas falleció... el pobre. Se le hizo
tomar dos fotografías, por un caso... algún deudo... ¿Es
Ud. pariente del señor Ramírez? Le doy el pésame... mi más
sincero... -No,
señor -dije yo indignado-, ni siquiera le he conocido. Soy un hombre que
se interesa por la justicia y nada más... Y
me sonreí por lo bajo. ¡Qué frase tan intencionada! ¿Ah?
"Soy un hombre que se interesa por la justicia." ¡Cómo
se atormentaría el señor Comisario! Para no cohibirle más,
apresuréme: -Ha
dicho usted que tenía dos fotografías. Si pudiera verlas...
El
digno funcionario tiró de un cajón de su escritorio y revolvió
algunos papeles. Luego abrió otro y revolvió otros papeles. En un
tercero, ya muy acalorado, encontró al fin. Y se portó muy
culto: -Usted
se interesa por el asunto. Llévelas no más caballero... Eso sí,
con cargo de devolución -me dijo, moviendo de arriba a abajo la cabeza
al pronunciar las últimas palabras y enseñándome gozosamente
sus dientes amarillos. Agradecí
infinitamente, guardándome las fotografías. -Y
dígame usted, señor Comisario, ¿no podría recordar
alguna seña particular del difunto, algún dato que pudiera revelar
algo? -Una
seña particular... un dato... No, no. Pues, era un hombre completamente
vulgar. Así más o menos de mi estatura -el Comisario era un poco
alto-; grueso y de carnes flojas. Pero una seña particular... no... al
menos que yo recuerde... Como
el señor Comisario no sabía decirme más, salí, agradeciéndole
de nuevo. Me
dirigí presuroso a mi casa; me encerré en el estudio; encendí
mi pipa y saqué las fotografías, que con aquel dato del periódico
eran preciosos documentos. Estaba
seguro de no poder conseguir otros y mi resolución fue trabajar con lo
que la fortuna había puesto a mi alcance. Lo
primero es estudiar al hombre, me dije. Y puse manos a la obra. Miré y
remiré las fotografías, una por una, haciendo de ellas un estudio
completo. Las acercaba a mis ojos; las separaba, alargando la mano; procuraba
descubrir sus misterios. Hasta
que al fin, tanto tenerlas ante mí, llegué a aprenderme de memoria
el más escondido rasgo. Esa
protuberancia fuera de la frente; esa larga y extraña nariz ¡que
se parece tanto a un tapón de cristal que cubre la poma de agua de mi fonda!,
esos bigotes largos y caídos; esa barbilla en punta; ese cabello lacio
y alborotado. Cogí
un papel, trace las líneas que componen la cara del difunto Ramírez.
Luego, cuando el dibujo estuvo concluido, noté que faltaba algo; que lo
que tenía ante mis ojos no era él; que se me había ido un
detalle complementario e indispensable... ¡Ya! Tomé de nuevo la pluma
y completé el busto, un magnífico busto que de ser de yeso figuraría
sin desentono en alguna Academia. Busto cuyo pecho tiene algo de mujer. Después...
después me ensañé contra él. ¡Le puse una aureola!
Aureola que se pega al cráneo con un clavito, así como en las iglesias
se las pegan a las efigies de los santos. ¡Magnífica
figura hacía el difunto Ramírez! Mas,
¿a qué viene esto? Yo trataba... trataba de saber por qué
lo mataron; sí, por qué lo mataron... Entonces confeccioné
las siguientes lógicas conclusiones: El
difunto Ramírez se llamaba Octavio Ramírez (un individuo con la
nariz del difunto no puede llamarse de otra manera); Octavio
Ramírez tenía cuarenta y dos años; Octavio
Ramírez andaba escaso de dinero; Octavio
Ramírez iba mal vestido; y, por último, nuestro difunto era extranjero.
Con estos preciosos datos,
quedaba reconstruida totalmente su personalidad. Sólo faltaba, pues,
aquello del motivo que para mí iba teniendo cada vez más caracteres
de evidencia. La intuición me lo revelaba todo. Lo único que tenia
que hacer era, por un puntillo de honradez, descartar todas las demás posibilidades.
Lo primero, lo declarado por él, la cuestión del cigarrillo, no
se debía siquiera meditar. Es absolutamente absurdo que se victime de manera
tan infame a un individuo por una futileza tal. Había mentido, había
disfrazado la verdad; más aún, asesinado la verdad, y lo había
dicho porque lo otro no quería, no podía decirlo. ¿Estaría
beodo el difunto Ramírez? No, esto no puede ser, porque lo habrían
advertido enseguida en la Policía y el dato del periódico habría
sido terminante, como para no tener dudas, o, si no constó por descuido
del repórter, el señor Comisario me lo habría revelado, sin
vacilación alguna. ¿Qué
otro vicio podía tener el infeliz victimado? Porque de ser vicioso, lo
fue; esto nadie podrá negármelo. Lo prueba su empecinamiento en
no querer declarar las razones de la agresión. Cualquier otra causal podía
ser expuesta sin sonrojo. Por ejemplo, ¿qué de vergonzoso tendrían
estas confesiones: "Un
individuo engañó a mi hija; lo encontré esta noche en la
calle; me cegué de ira; le traté de canalla, me le lancé
al cuello, y él, ayudado por sus amigos, me ha puesto en este estado"
o "Mi
mujer me traicionó con un hombre a quien traté de matar; pero él,
más fuerte que yo, la emprendió a furiosos puntapiés contra
mí" o "Tuve
unos líos con una comadre y su marido, por vengarse, me atacó cobardemente
con sus amigos"? Si
algo de esto hubiera dicho a nadie extrañaría el suceso. También
era muy fácil declarar: "Tuvimos
una reyerta." Pero
estoy perdiendo el tiempo, que estas hipótesis las tengo por insostenibles:
en los dos primeros casos, hubieran dicho algo ya los deudos del desgraciado;
en el tercero su confesión habría sido inevitable, porque aquello
resultaba demasiado honroso; en el cuarto, también lo habríamos
sabido ya, pues animado por la venganza habría delatado hasta los nombres
de los agresores. Nada,
que a lo que a mí se me había metido por la honda línea del
entrecejo era lo evidente. Ya no caben más razonamientos. En consecuencia,
reuniendo todas las conclusiones hechas, he reconstruido, en resumen, la aventura
trágica ocurrida entre Escobedo y García, en estos términos:
Octavio
Ramírez, un individuo de nacionalidad desconocida, de cuarenta y dos años
de edad y apariencia mediocre, habitaba en un modesto hotel de arrabal hasta el
día 12 de enero de este año. Parece
que el tal Ramírez vivía de sus rentas, muy escasas por cierto,
no permitiéndose gastos excesivos, ni aun extraordinarios, especialmente
con mujeres. Había tenido desde pequeño una desviación de
sus instintos, que lo depravaron en lo sucesivo, hasta que, por un impulso fatal,
hubo de terminar con el trágico fin que lamentamos. Para
mayor claridad se hace constar que este individuo había llegado sólo
unos días antes a la ciudad teatro del suceso. La
noche del 12 de enero, mientras comía en una oscura fonducha, sintió
una ya conocida desazón que fue molestándole más y más.
A las ocho, cuando salía, le agitaban todos los tormentos del deseo. En
una ciudad extraña para él, la dificultad de satisfacerlo, por el
desconocimiento que de ella tenía, le azuzaba poderosamente. Anduvo casi
desesperado, durante dos horas, por las calles céntricas, fijando anhelosamente
sus ojos brillantes sobre las espaldas de los hombres que encontraba; los seguía
de cerca, procurando aprovechar cualquiera oportunidad, aunque receloso de sufrir
un desaire. Hacia
las once sintió una inmensa tortura. Le temblaba el cuerpo y sentía
en los ojos un vacío doloroso. Considerando
inútil el trotar por las calles concurridas, se desvió lentamente
hacia los arrabales, siempre regresando a ver a los transeúntes, saludando
con voz temblorosa, deteniéndose a trechos sin saber qué hacer,
como los mendigos. Al
llegar a la calle Escobedo ya no podía más. Le daban deseos de arrojarse
sobre el primer hombre que pasara. Lloriquear, quejarse lastimeramente, hablarle
de sus torturas... Oyó,
a lo lejos, pasos acompasados; el corazón le palpitó con violencia;
arrimóse al muro de una casa y esperó. A los pocos instantes el
recio cuerpo de un obrero llenaba casi la acera. Ramírez se había
puesto pálido; con todo, cuando aquel estuvo cerca, extendió el
brazo y le tocó el codo. El obrero se regresó bruscamente y lo miró.
Ramírez intentó una sonrisa melosa, de proxeneta hambrienta abandonada
en el arroyo. El otro soltó una carcajada y una palabra sucia; después
siguió andando lentamente, haciendo sonar fuerte sobre las piedras los
tacos anchos de sus zapatos. Después de una media hora apareció
otro hombre. El desgraciado, todo tembloroso, se atrevió a dirigirle una
galantería que contestó el transeúnte con un vigoroso empellón.
Ramírez tuvo miedo y se alejó rápidamente. Entonces,
después de andar dos cuadras, se encontró en la calle García.
Desfalleciente, con la boca seca, miró a uno y otro lado. A poca distancia
y con paso apresurado iba un muchacho de catorce años. Lo siguió.
-¡Pst!
¡Pst! El muchacho se detuvo. -Hola
rico... ¿Qué haces por aquí a estas horas? -Me
voy a mi casa... ¿Qué quiere? -Nada,
nada... Pero no te vayas tan pronto, hermoso... Y
lo cogió del brazo. El
muchacho hizo un esfuerzo para separarse. -¡Déjeme!
Ya le digo que me voy a mi casa. Y
quiso correr. Pero Ramírez dio un salto y lo abrazó. Entonces el
galopín, asustado, llamó gritando: -¡Papá!
¡Papá! Casi
en el mismo instante, y a pocos metros de distancia, se abrió bruscamente
una claridad sobre la calle. Apareció un hombre de alta estatura. Era el
obrero que había pasado antes por Escobedo. Al
ver a Ramírez se arrojó sobre él. Nuestro pobre hombre se
quedó mirándolo, con ojos tan grandes y fijos como platos, tembloroso
y mudo. -¿Que
quiere usted, so sucio? Y
le asestó un furioso puntapié en el estómago. Octavio Ramírez
se desplomó, con un largo hipo doloroso. Epaminondas,
así debió llamarse el obrero, al ver en tierra a aquel pícaro,
consideró que era muy poco castigo un puntapié, y le propinó
dos más, espléndidos y maravillosos en el género, sobre la
larga nariz que le provocaba como una salchicha. ¡Cómo
debieron sonar esos maravillosos puntapiés!
Como
el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer
de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse
de una nuez entre los dedos; ¡o mejor como el encuentro de otra recia suela
de zapato contra otra nariz!
Así:
¡Chaj!
con
un gran espacio sabroso. ¡Chaj! Y
después: ¡cómo se encarnizaría Epaminondas, agitado
por el instinto de perversidad que hace que los asesinos acribillen sus víctimas
a puñaladas! ¡Ese instinto que presiona algunos dedos inocentes cada
vez más, por puro juego, sobre los cuellos de los amigos hasta que queden
amoratados y con los ojos encendidos! ¡Cómo batiría la
suela del zapato de Epaminondas sobre la nariz de Octavio Ramírez!
¡Chaj!
¡Chaj!
vertiginosamente,
¡Chaj! en
tanto que mil lucecitas, como agujas, cosían las tinieblas.
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